La propagación del yo

Enigmáticas y envueltas en la penumbra, las obras de Plensa tienen una vocación de diálogo con el espectador

Escultura. Jaume Plensa.

Museo Municipal. Málaga. Paseo de Reding, 1. Hasta el 28 de mayo de 2000.

Las difíciles relaciones de Jaume Plensa (Barcelona, 1955) con cierto sector de la crítica y del público, bien conocidas desde hace tiempo pero especialmente aireadas con motivo de su majestuosa retrospectiva que acaba de clausurarse en el madrileño Palacio de Velázquez, no deberían condicionar, más allá de las personales inclinaciones de gusto estético de cada espectador, la recepción de una obra tremendamente personal, muy elaborada, firmemente asentada en la reflexión sobre la autonomía del producto artístico y el peso de la forma y plena de sugerencias. A los reproches que algunos le hacen de que podría decir lo mismo con menos pomposidad, que su lenguaje es a veces confuso y que modifica éste con excesiva rapidez, dando la sensación de que nos encontramos ante varios creadores simultáneamente, puede contestarse diciendo, en primer lugar, que Plensa es un artista en el que, tanto como los lenguajes contemporáneos, confluyen múltiples aspectos de la gran tradición barroca, sobre todo los que tienen que ver con la presentación escenográfica de las obras y el protagonismo de la luz que las envuelve, aunque también el recurso a la diversidad de significados, a las alusiones veladas y a las figuras metafóricas; en segundo lugar, que, lejos de pretender hacer una obra cerrada y conclusa en sí misma, Plensa prefiere dejar que sea el propio espectador quien la complete, estableciendo un diálogo con ella cuyos lejanos ecos y susurros quizás parezcan contradictorios desde diferentes perspectivas; en tercer lugar, que su pluriestilismo, en realidad mucho más homogéneo de lo que algunos pretenden, es el fruto de una evolución constante y el resultado del cuestionamiento del papel del arte en la sociedad y de la posición del artista. De otro lado, Plensa nunca ha negado, sino todo lo contrario, que, al menos en su caso, la obra artística se gesta desde la propia subjetividad, a modo de ensayos permanentes e inacabados de lo que no es más que una búsqueda de sí y el encuentro imposible de la personalidad artística del autor, centro interior desde el que se propaga al resto del mundo, aunque una vez sucedido este paso posee ya vida independiente y establece una comunicación libre con el sujeto que la contempla.

Las cuatro piezas que integran esta exposición reúnen las principales características a las que acabo de referirme. Dispuesta cada una de ellas en una planta del edificio, emergen como enigmáticos monumentos simbólicos iluminados artificialmente en los que el artista manifiesta su discurso estético al tiempo que lo vela y oculta. Waiting room quizás revele en su transparencia la calma y el sosiego necesarios en la espera en la que tratamos de encontrarnos a nosotros mismos. Ese trasfondo socrático se ve radicalmente alterado en el desasosiego de Cloudy box saché: puertas que quizás simbolicen la entrada al libre discurrir de la imaginación, congeladas por el discurso cerrado del poder. Self  portrait I, II, III es el autorretrato del artista en diálogo con la cultura de su tiempo y de otras épocas. Por a la foscor es la recuperación del único territorio en que nos reconocemos: la infancia.

©Enrique Castaños Alés

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 13 de mayo de 2000