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Alfonso Ponce de León, recuperado Pintura y dibujo. Alfonso Ponce de León. Fundación Pablo Ruiz Picasso. Málaga. Plaza de la Merced, 15. Hasta el 23 de septiembre de 2001. Esta reducida pero encantadora exposición, compuesta tan sólo de 11 óleos, 5 dibujos y un selecto conjunto de documentos, es el corolario de la rigurosa labor de investigación biográfica llevada a cabo por el poeta Rafael Inglada sobre el pintor Alfonso Ponce de León y Cabello (Málaga, 1906 – Madrid, 1936), una de las figuras más olvidadas, a pesar de los numerosos aspectos de interés que suscitan su personalidad y su obra, del panorama de la renovación plástica española de los años veinte y treinta del siglo pasado, y de la que prácticamente la única información disponible se limitaba al notable artículo de Lucía García de Carpi publicado en la revista Jábega en 1984. Ferviente defensor de los postulados del Arte Nuevo, hombre dinámico y entusiasta organizador y partícipe de numerosas muestras y actividades relacionadas con la incipiente vanguardia española, Alfonso Ponce de León realizó una de las más originales contribuciones en nuestro país a la crisis general de la figuración planteada en el arte moderno europeo al término de la Gran Guerra. En efecto, en su escasa producción pictórica acreditada —alrededor de 35 óleos, la mayor parte de ellos en paradero desconocido—, confluyen dos de las corrientes artísticas más significativas del período de entreguerras: de un lado, el surrealismo, del que, más que su vertiente onírica y su relación con el inconsciente, Ponce de León reivindica de él sobre todo esa específica «ampliación de la realidad», ese «grado del espíritu» propuesto por Breton donde se funden «los dos estados aparentemente opuestos que son el sueño y la realidad», aunque también una particular descontextualización del objeto, cuya sola diferencia con las cosas de nuestro entorno procede de la reunión de piezas provenientes de contextos distintos y de la «mera mutación de papeles»; de otro lado, el «realismo mágico», término acuñado por el crítico alemán Franz Roh en su libro Nach-Expressionismus, Magischer Realismus, Probleme der neuesten europäischen Malerei (Leipzig, 1925) para referirse a esas obras que, aunque alejadas estéticamente del realismo academicista, no pierden de vista la presencia del objeto y de la realidad cotidiana, reafirmando tanto la prioridad del contenido sobre la forma (es en este sentido en el que el «realismo mágico» —llamado también «Nueva Objetividad» cuando se habla sobre todo de productos de contenido más estrictamente crítico y político— es en rigor un post-expresionismo, tal como indica el título del libro de Roh), como sugiriendo una relación con el surrealismo. Al margen del nítido perfil de las líneas del dibujo (aunque no tan pronunciado como para soslayar las razonables dudas de atribución que presenta un espléndido Retrato de Margarita Manso, quizás hecho por Dalí) y de la aséptica y meticulosa aplicación de las finas capas de color, es aquella singular reunión de tendencias, enriquecida y alimentada a su vez de otros veneros inagotables (Giorgio de Chirico y la pintura metafísica, Morandi y Valori Plastici, el ingenuismo del Aduanero Rousseau), la que proporciona esa extraña, misteriosa y perturbadora atmósfera de algunos de sus cuadros más emblemáticos, como es el caso de Accidente (1936), un lienzo que no sólo debiera ser leído como premonitorio del trágico final de su autor, sino también como heraldo de una prometedora carrera artística henchida de calidades. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 10 de septiembre de 2001
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