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La maestría compositiva de Guido Reni
© ENRIQUE CASTAÑOS Para Paula, mi hija, investigadora estos meses en la Facoltá di Giurisprudenza di Bologna
Una fugaz visita de tres días a la justamente célebre, aunque degradada, ciudad universitaria de Bolonia, nos ha permitido contemplar detenidamente, entre otros tesoros, una de las obras maestras de los comienzos de la pintura del Seicento en Italia, la Strage degli Innocenti, realizada por Guido Reni hacia 1611, cuando frisaba los treinta y cinco años, y que conserva la Pinacoteca Nazionale de la capital de la Emilia-Romagna. Composición, color y expresión, en perfecta armonización entre sí, son los tres cimientos sobre los que descansa tan extraordinario lienzo. En primer término, la composición, determinada por la división del cuadro y la posición de las figuras. La alta línea del horizonte divide el cuadro en dos zonas que atienden a las medidas de la proporción áurea: la superior, donde se sitúan las arquitecturas fingidas como fondo escenográfico clasicista, dos angelitos con las palmas del martirio, y también invadida por las cabezas de cuatro personajes colocadas a la misma altura; la inferior, mucho más amplia, que es donde tiene lugar el drama que nos relata el Evangelio de San Mateo. La genial composición está regida por el consumado equilibrio de los gestos, los escorzos, el contrapposto y las tensiones que generan o distinguen a las figuras. Éstas se hallan inscritas en un rectángulo, dentro del cual hay a su vez un triángulo isósceles. El vértice del triángulo coincide con el pomo de la empuñadura de la afilada daga que sostiene uno de los verdugos en la zona central, siendo tangencial el mencionado pomo con la línea del horizonte. Cuatro figuras principales de pie, dos hombres y dos mujeres, y tres figuras femeninas sentadas o arrodilladas, cuyas cabezas se sitúan aproximadamente a la altura de las caderas de las primeras. Los dos sicarios, que llevan a cabo la orden de Herodes el Grande con impasible y firme resolución, se equilibran y neutralizan en la contraposición de sus gestos y posturas. El de la izquierda, mostrando el pecho semicubierto; el de la derecha, ofreciendo la desnuda y musculosa espalda. Las cabezas de perfil, aunque el de la izquierda la tiene ligeramente girada; las extremidades superiores de ambos se muestran despiadadamente activas: sujetando una mano con fuerza a una víctima y asiendo la otra el puñal. El brazo derecho del sicario de la izquierda, cuyo codo es el punto más saliente de la composición, en el límite del plano donde se sitúa el espectador, se prolonga direccionalmente en el brazo derecho del otro sicario, más levantado aún, y empuñando, como su pendant, la daga. El antebrazo derecho del verdugo de la izquierda se cruza con el antebrazo izquierdo del de la derecha, pero mientras que aquél lo tiene doblado, pues está a punto de descargar su mortal golpe, el segundo lo tiene completamente extendido, a fin de sujetar con visible fuerza el cabello de la desesperada madre que trata de huir por la izquierda. El principal nexo de unión, pues, entre las figuras situadas en ambos lados, es, de una parte, ese brazo tan enérgicamente estirado, y, de otra, el brazo de la madre medio arrodillada en el centro inferior, cuyo gesto pretende inútilmente parar la inhumana acción que se cierne sobre su pequeñuelo. Mientras que los dos verdugos irrumpen en la escena, cada uno desde su lado de la composición, las dos madres de pie lo que intentan es salir de ella, y sólo una, la de la derecha, tiene alguna probabilidad de conseguirlo. En ambas actitudes resulta inevitable la referencia a sendos extremos del friso de personajes situados sobre la escalinata de La Escuela de Atenas de Rafael: en el extremo izquierdo, uno irrumpe con el torso desnudo, sosteniendo un rollo y volviendo la cabeza hacia el fondo; en el extremo derecho, otro abandona la escena, vestido y girando el visible rostro hacia su compañero del otro lado. Aunque, por lo que atañe a la composición, las referencias a Rafael Sanzio deben extenderse a dos obras con idéntico tema basadas en cuadros supuestos o desaparecidos del genio de Urbino —un buril de Marcantonio Raimondi de 1511-12 (Chiari, Pinacoteca Repossi), y una tabla de entre 1515-50 que guarda el Amherst College de Massachusetts—, la originalidad de Guido Reni es incuestionable. Aún resta señalar, en esta abreviada síntesis, la meditada colocación del infante que hay justo debajo de la vertical del puñal y la estabilidad que proporciona el grupo triangular de las madres sentadas, estabilidad que descubriera Leonardo cuando estaba haciendo sus estudios para la Adoración de los pastores de hacia 1478-80 (Bayona, Museo Bonnat) o para el tema de la Virgen con el Niño y San Juanito, de hacia 1482-83 (Metropolitan). La gama cromática es una intensa armonía de rojos, azules, amarillos, grises azulados, verdes, castaños y blancos. El vibrante rojo de la manga del brazo izquierdo de la madre implorante sentada, que ya ha perdido a sus hijos, sirve para hacer resaltar a este personaje, el más estático del conjunto. Algunos han querido ver repetición y monotonía en las expresiones. Nada más lejos de la realidad. Fría impasibilidad, actitud suplicante, desesperación enloquecida, patetismo desgarrador, placidez inocente, ausencia infantil, incomprensión y gestos de pura supervivencia. Este sería el catálogo de las expresiones, sumamente variado, y, al tiempo, integrado, cohesionado, donde desaparecen las desarmonías, al igual que, como se ha insinuado, las fuerzas centrífugas quedan neutralizadas por las centrípetas. Pero, entre todos esos rostros, hay uno que permanece indeleble entre los intersticios del cerebro, un rostro cuya síntesis de joven hermosura, viva inteligencia, incomprensión que no quiere abismarse en la irracionalidad, espanto, decisión y gesto maternal protector que lo complementa, hacen de esta figura uno de los epítomes más logrados del nuevo arte pictórico del Seicento inaugurado por Caravaggio. Es cierto que tiene la boca abierta, pero no expresa con ella esa locura irracional, fruto de la total desesperación, de la otra madre del extremo opuesto. Esta hermosísima y valiente madre, de cabellos oscuros, un poco desordenados por uno de sus lados, como su pañuelo ondeante, ofrece un modelado inmarcesible, digno de una Madona de Rafael, en todas y cada una de las partes de su bellísimo semblante, desde la frente, las cejas, los párpados, la nariz y la delicada oreja, hasta las sonrosadas mejillas y la exquisita barbilla, con su precioso pliegue antes del labio inferior. El mofletudo niño que arropa con tanta ternura entre sus brazos, muestra en sus ojos dirigidos hacia lo alto una expresión casi extática, de arrobamiento. Pero lo que más nos inquieta es por qué vuelve la madre la cabeza: no sólo para cerciorarse de que podrá poner a salvo a su hijito, sino como intentando comprender lo que ella sabe que no resulta comprensible, a saber: la despiadada crueldad. Si reparamos en el rostro de la mujer más entrada en años que hay junto a ella, advertiremos una tríada de cuyo contraste se extrae su singularidad. Que Nicolás Poussin tuvo en cuenta este cuadro para su Matanza del Museo Condé de Chantilly, a pesar de su caravaggismo mencionado por Anthony Blunt, es tan cierto como su eco en el encantador grupo de la madre con sus hijos en el lienzo de Jacques-Louis David de Las Sabinas imponen la paz que hay en el Louvre.
Málaga, 21 de junio de 2013.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte
El mismo artículo se encuentra disponible en: enriquecastanos.blogspot.com.es/2013/06/articulo-1.html
Publicado en el diario SUR de Málaga el 6 de agosto de 2013
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