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La gráfica de Manuel Rivera Casi toda la obra gráfica de uno de los mejores exponentes de la generación abstracta española de los cincuenta Grabado y dibujo. Manuel Rivera. Museo del Grabado Español Contemporáneo. C/ Hospital Bazán, s/n. Marbella. Hasta el 7 de mayo de 2000. Habiendo sido la obra de Manuel Rivera (Granada, 1927-Madrid, 1995) objeto de diversas exposiciones desde su desaparición hace poco más de un lustro, algunas tan señaladas como la que le dedicó el Conde Duque en 1996 sobre su último y refinado ciclo creativo, la gran retrospectiva del Reina Sofía en 1997 y el cálido homenaje que a principios de este año le ofreció la madrileña galería Almirante, nunca, ni siquiera en vida de quien fue uno de los más sólidos representantes de la gran generación abstracta española de los cincuenta, había sido reunida como en esta ocasión lo más destacado de su producción gráfica, una parcela a la que si bien es verdad que Rivera no concedió la continuada dedicación que observamos en otros pintores de su generación, no por ello fue ésta menos entusiasta y esencial, tratando de trasladar siempre a aquélla los más significativos hallazgos de sus originales composiciones pictóricas. El nombre de Rivera, como es bien sabido, está indisolublemente ligado al descubrimiento y empleo a partir de 1957 de la malla metálica, un material pobre al que él dignificó como ningún otro artista y del que extrajo emocionantes e insospechadas posibilidades expresivas. De igual modo que Lucio Muñoz con la madera y Millares con la arpillera, Manuel Rivera, sin duda el menos figurativo de todos los miembros de El Paso, convirtió también la red metálica en el centro de su investigación plástica en torno al concepto de espacio, confiriéndole a sus cuadros ese dramatismo consustancial a quien se sentía heredero de la tradición de la escuela española de pintura, especialmente Goya, pero que, asimismo, profesaba una admiración sin límites por la obra de Piero della Francesca y Franz Kline. El pathos trágico inicial propiciado por la contraposición entre el blanco y el negro, y que era, como en los antiguos griegos, su particular reacción espontánea a las experiencias tenidas en el mundo exterior, se suaviza con el paso del tiempo gracias al uso del color, alcanzando un lirismo subjetivo que recuerda algunos de los trabajos rothkianos. De otro lado, las sutiles transparencias de las mallas, la reverberación cromática, el cinetismo implícito a la materia utilizada, cuyas iridiscentes variaciones el observador puede seguirlas a medida que cambia su posición respecto de la obra, producen un extraño hechizo no exento de misterio que está directamente relacionado con las impresiones guardadas en la memoria como consecuencia del conocimiento de la Alhambra, ejemplo supremo de una altísima civilización a la que Rivera también se sintió estrechamente vinculado. Las obras
expuestas en Marbella, en su mayor parte realizadas con la técnica de la
serigrafía que le enseñaron Sempere y Abel Martín, son otras tantas
variaciones de sus preocupaciones esenciales, aunque ahora traduciendo en un
plano liso lo que antes se obtenía en tres dimensiones. En este sentido, y sólo
por mencionar una de las más esplendorosas, la Serigrafía roja de 1969
desprende un fulgor que nos retrotrae a esa magna pieza del Museo de Cuenca que
es el Espejo del Sol, una tela metálica pintada sobre tabla de 1966. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 15 de abril de 2000
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