Dámaso Ruano y la belleza del paisaje interior

  

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

 

 

 

La pintura de Dámaso Ruano, desde sus comienzos hacia 1959-1960 hasta la actualidad, se ha distinguido por cuatro rasgos fundamentales, que, en lo esencial, perviven todavía en su obra, aunque sólo sea en la que hace en la soledad del estudio como ensayo preparatorio del cuadro definitivo, pero que también es cierto que han ido alterando su lugar entre las preocupaciones plásticas del autor, de tal modo que los que ocupaban una posición preeminente al principio de su evolución como pintor, ocupan ahora unos puestos secundarios, pero no por eso desdeñables. Se trata de la textura, el empleo del collage, las rasgaduras y la abstracción del paisaje.

Desde sus inicios, pero especialmente a partir de 1962, la obra de Ruano, que sobre todo estaba constituida por paisajes norteafricanos aún adscritos a un cierto naturalismo, ha tenido una devoción por los materiales de la pintura, por la densidad de los pigmentos, por la fisicidad de la materia pictórica sobre el lienzo. En esto Ruano sigue los consejos y la práctica de Courbet, el gran pintor realista francés cuyos enormes lienzos, muy marcadamente Entierro en Ornans, son un universo matérico riquísimo, pleno de diferentes densidades y texturas que parecen anunciar el informalismo matérico europeo del decenio de 1950. Los pequeños cuadros de Ruano, con los muros rurales de piedra, con las casas humildes de los poblados magrebíes, presentan unos colores terrosos que identifican plenamente estas composiciones con el agreste paisaje del norte de Marruecos, tan sobrio y tan compacto. Estas obras de la primera mitad de los sesenta están claramente vinculadas a la poética informalista, y podrían evocar algunos trabajos de determinados miembros del grupo El Paso, especialmente los de Rafael Canogar de mediados los cincuenta. En general, el lenguaje del informalismo español ha estado muy presente en los comienzos de Ruano, debiéndole en mayor o menor medida a artistas como Francisco Farreras, Antonio Suárez, Salvador Victoria, Lucio Muñoz, Juana Francés, Luis Feito o Gerardo Rueda. Me refiero a la producción de estos autores entre 1950 y 1959, que es la que Ruano conoce por entonces, gracias, sobre todo, a la muestra de artistas españoles que Carlos Areán lleva a Tetuán en 1962, en la que le impactan singularmente los trabajos de Modest Cuixart, Antoni Tàpies y Romà Vallès. Obras como Casas del Dersa y Muralla, ambas de 1962, y Pastoral, de 1964, le deben mucho a Lucio Muñoz, a sus maderas quemadas, especialmente el último de los cuadros mencionados, con una entonación gris violácea y un magma matérico en su zona central muy del gusto informalista español del decenio anterior.

Ese interés por la materia, tal y como llegó a expresarse en Dámaso Ruano en su producción primera, fue diluyéndose progresivamente, y, al cabo, se terminó sustituyendo por el empleo sistemático del collage, que en él ha ido adquiriendo una primacía indiscutible, hasta el punto de caracterizar lo mejor de su obra, imprimiéndole un sello inconfundible. A Ruano le ha interesado, en primer lugar, la historia misma del collage, desde que por primera vez lo emplearan Picasso y Braque, allá por 1912-13, hasta sus derivaciones en las combine paintings de Robert Rauschenberg de los años cincuenta. En más de una conversación privada ha salido a colación la admiración que Dámaso siente por ese primer collage de la historia de la pintura, la maravillosa Naturaleza muerta con silla de rejilla de Picasso, de 1912. Recuerdo las palabras de Dámaso, cuando hablaba de la elegancia y la libérrima desenvoltura con que Picasso aplica ese trozo de hule con un estampado que simula la rejilla de un asiento y lo pega sobre el lienzo, integrándolo todo perfectamente, pintando encima, rodeando el cuadro ovalado con una cuerda a modo de marco. La misma elegancia con la que le coloca, muchos años después, a Jacqueline en un retrato a carboncillo un trozo recortado de papel de regalo a modo de vestido con escote y le pone de remate un lacito que es la misma cinta de la caja de bombones que presumiblemente ha recibido. Sencillamente portentoso. Esta capacidad única es la que asombra a Dámaso Ruano del inventor del cubismo. Pero, a pesar de esta admiración, la filiación estética del collage en nuestro pintor se encuentra, primero, en Kurt Schwitters, y, después, en el uso de los trozos de madera pintada que hacen los representantes del estructurismo. El precedente de Schwitters, que también lo tiene muy en cuenta Ruano, es el finlandés Iván Puni, quien en 1915 suscribió el Manifiesto Suprematista de Malévich y realiza por entonces unos relieves polimatéricos en los que se incluyen objetos que pueden considerarse precursores del collage dadaísta. De todos los exponentes del collage constructivista, a saber, Rodchenko, Puni, Tatlin y Naum Gabo, quienes «se reconocen en el principio cubista del collage» (Simón Marchán. «Las dos caras de Jano: entre la estética del caos y la sublimación en el orden». En el catálogo de la exposición Dadá y Constructivismo, Madrid, Ministerio de Cultura, 1989, pág. 29), es Puni el que más ha influido en Ruano. Curiosamente, ha sido durante los últimos años cuando Ruano ha incorporado más en sus pequeños cuadros diferentes objetos que nos recuerdan la obra de Puni, cuando éste pegaba un martillo o una sierra.

Obviando la intencionalidad disolvente de Schwitters hacia 1919-1920, Ruano, en cambio, ha prestado atención a los cuadros-collage que aquél realiza entre 1923 y 1924, cuando su obra ofrece una voluntad constructiva innegable, probablemente derivada de un compromiso ético y con el deseo de reformar la sociedad (véase, Werner Schmalenbach. «Arte y Política». En el catálogo de la exposición Kurt Schwitters, Madrid, Fundación Juan March, 1982). Es lo que puede apreciarse en esas obras en las que pega y ordena geométricamente trocitos de maderas pintadas, las cuales han inspirado claramente a Dámaso Ruano. Consecuencia de su acercamiento a De Stijl y al neoplasticismo holandés, aquella vocación ordenadora de Schwitters ha estado siempre presente en el pintor tetuaní. Una de las etapas más fecundas en el uso del collage por Dámaso Ruano es la de los años noventa, sobre todo hacia su mitad, con una ordenación geométrica que, sin embargo, no elude un cierto misterio poético, una evocación romántica, como puede apreciarse en uno de los cuadros más logrados con esa técnica, Sahel, de 1994, título que se refiere a esa franja semiárida del continente africano que se extiende desde el Atlántico hasta el Mar Rojo, un nombre árabe que significa «borde», ya que, en efecto, es un borde entre el desierto del Sahara y la sabana. Ese borde está inmejorablemente representado en el cuadro de Ruano por unos trozos de madera que atraviesan a todo lo largo la composición, una madera oscura, cálida, de tacto humanizado. La composición general guarda una proporción áurea, con una zona inferior gris, dilatada y vacía, que es un ejercicio de sosiego y reflexión. Sin duda Rothko ha estado siempre presente en Dámaso, pero también hay que mencionar a Gustavo Torner y los señalados Gerardo Rueda y Lucio Muñoz. En este cuadro concretamente, el referente es Torner, incluso cromáticamente. Toda la serie Sahel es muy hermosa, muy conseguida. Más explícita, por el contrario, es una obra como Construcción, de 1995, con la madera a modo de puerta, de abertura, jugando con lo simétrico y la disimetría.

He mencionado antes el estructurismo, una tendencia de la neovanguardia, de origen inglés, dada a conocer en 1957 con la exposición Dimensions, y que, según Simón Marchán (Del arte objetual al arte de concepto. Madrid, Akal, 1986, págs. 86-89), se vincula directamente al neoplasticismo a través de Vantongerloo y Van Doesburg, renunciando a la pintura como algo obsoleto y agotado y reivindicando el relieve en todas sus formas. Victor Pasmore, por ejemplo, uno de sus principales exponentes, dice lo siguiente (la cita es del libro de Marchán): «Es una falacia considerar el relieve como una transición entre la pintura y la escultura tridimensional..., entre un cuadrado pintado y un cubo escultórico no hay nada ... Aunque la pintura y la escultura puedan relacionarse y referirse al mismo problema, en sí mismas son manifestaciones diferentes del problema  —lo mismo ocurre con el relieve—. El relieve es una forma única con su propia individualidad». El estructurismo es importante, además, porque refuerza el brote Dámaso Ruano. "Óxido", 2007. Acrílico / lienzo. 114 x 146 cm.de los lenguajes neoconcretos de finales de los cincuenta, que, indirectamente, crean el ambiente en el que surgirá la Abstracción Postpictórica estadounidense, opuesta al subjetivismo del Expresionismo Abstracto. Uno de los más depurados estructuristas, Eli Bornstein, se expresa en estos términos, replanteando el problema del espacio plástico, visual y táctil en tres dimensiones (la cita también es del libro de Marchán): «El estructurismo explora ahora la organización visual-táctil del color real y de la forma en el espacio y la luz ... El arte estructurista ha reinstaurado lo tangible y lo táctil como un arte visual-táctil. No quiero decir que la percepción de un relieve estructurista se logre con las manos o el sentido del tacto, sino más bien que el relieve es cinestésicamente táctil».

Algunas obras de Dámaso Ruano parecen, en efecto, reivindicar el relieve en su propia individualidad, como hace Pasmore. Por lo general se trata de piezas pequeñas, aunque también es cierto que siempre persiste en ellas un fondo pictórico que es el que las aleja de la pureza del estructurismo. La distribución y ordenamiento geométrico de las composiciones de Bornstein, tan impersonal, tan limpia, con predominio de celestes, malvas y tonos salmón, tampoco se encuentra en Ruano, que tiene una tendencia marcada hacia lo informal, lo matérico, pero en donde no es despreciable el aspecto táctil.

En los últimos años, Ruano ha compuesto pequeños cuadros-collage que lo vinculan, sin embargo, a una poética romántico-simbolista. En uno de los más hermosos, de 2004, una franja recta por uno de sus lados y ondulada por el otro, pintada de un rosa lleno de delicadezas, divide la diminuta composición en dos zonas, una, arriba, en la que revolotean formas cromáticas pletóricas de sutilezas, con un tratamiento que recuerda la acuarela y que sin duda supone una profunda admiración por las flores de Odilon Redon, y otra abajo, pesada, terrestre, densa y oscura. También está pleno de refinamiento, en otro ejemplo de la misma época, el modo en que coloca un trocito de madera, rugoso e irregular, entre dos maderas geométricas, estableciendo una acertada correspondencia entre los tonos cromáticos del fondo y de los materiales.

Una de las constantes más continuadas en la producción de Dámaso Ruano, han sido las rasgaduras, los rasgones de trozos de papel y de cartón que se adhieren al lienzo o a la tabla, como he afirmado en alguna ocasión, auténticas heridas y fracturas que permiten hablar de una dimensión antropológica en su obra, pues estas incisiones aluden a la propia fragilidad y fractura del ser humano, a la debilidad de sus convicciones. El periodo en el que tiene una mayor presencia ese recurso es el que corresponde a los años setenta y primera mitad de los ochenta, comenzando a declinar en los años siguientes, aunque nunca abandonado por completo. El origen de todo esto bien pudiera estar en Lucio Fontana, un artista del que nunca ha ocultado Ruano la influencia que ha ejercido sobre él. En su conocido Manifiesto blanco, dado a conocer en Buenos Aires en 1946, Fontana reivindicaba el papel del espacio en la obra de arte, tratando de promover una interrelación entre las diferentes disciplinas artísticas: «Entendemos la síntesis como una suma de elementos físicos: el color, el sonido, el movimiento, el tiempo, el espacio, que se funden en una unidad psico-física» (http://descontexto.blogspot.com/2006/11/el-manifiesto-blanco-de-lucio-fontana.html). Posteriormente, cuando lanza en Milán el Spazialismo, desarrollando los temas del Manifiesto blanco, es cuando, como ha reconocido Argan, rompe con la concepción tradicional de la pintura y de la escultura, modelando grandes esferas y rompiéndolas, o bien extendiendo el color sobre el lienzo y, después, hendiéndolo con uno o varios cortes rápidos y limpios, como navajazos (véase, Giulio Carlo Argan, El arte moderno, Valencia, Fernando Torres, 1984, págs. 725-726). Si comparamos las esculturas de Fontana hasta 1945 con las realizadas durante el decenio siguiente, la ruptura es asombrosa (sobre la escultura de Fontana anterior a 1945, véase, Juan Zocchi, Lucio Fontana, Buenos Aires, Poseidón, 1946).

Aquella interrelación entre las artes no la encontramos en Ruano, pero sí un empleo del corte en el lienzo que alcanza su mayor pureza a comienzos de los setenta, siendo uno de los más hermosos ejemplos el cuadro Espacio, de 1971. No se trata aquí del corte limpio y seco de Fontana, pero sí hay una brusca ruptura de la continuidad del plano espacial, dejando abierta una zona a la izquierda que permite vislumbrar un fondo de madera pintada. La unidad tonal grisácea contribuye a hacer de esta obra una de las más notables de toda la producción de Dámaso Ruano. El estiramiento de la tela en la zona superior, a modo de eje de simetría, es un foco de tensión que magistralmente se diluye en la abertura inmediatamente inferior.

Por último, está la abstracción del paisaje, que en Ruano es siempre paisaje interior. Esto nos permite evocar la conocida tesis de Robert Rosenblum desarrollada en su libro La pintura moderna y la tradición del Romanticismo nórdico (Madrid, Alianza, 1993). En el prefacio, ya dice claramente Rosenblum cuáles son sus intenciones y lo esencial de su ambicioso argumento: que puede haber otra versión de la historia del arte moderno que podría complementar la oficial que tiene su centro en París, desde David y Delacroix hasta Matisse y Picasso. Esa otra versión, que no pretende, ni mucho menos, ser antifrancesa, quiere explicar mejor los logros y aspiraciones de creadores como Friedrich, Van Gogh, Mondrian y Rothko, enfocándolos desde la perspectiva del Romanticismo nórdico.

Ruano, que no es judío como Rothko, ni tampoco pretende llevar a cabo una presentación de temas religiosos en términos abstractos, como probablemente fuera la intención de Barnett Newman, que también era judío, o de Rothko, cuando trata de hacer un arte de naturaleza mística, Ruano, digo, sí está influido formalmente por Rothko, pero, sobre todo, sí ofrece un planteamiento intelectual del paisaje en sus cuadros que lo entronca con algunos aspectos del Romanticismo nórdico, en concreto, cuando Friedrich se refiere a que no hay que pintar sólo lo que el ojo ve, sino lo que se ve con el ojo del espíritu, lo que hay en el interior. Este planteamiento, que también podría llevarnos a Kandinsky, lo hace en gran medida suyo Dámaso Ruano, convirtiendo el paisaje en un tema de su pintura totalmente estilizado, casi por completo desprovisto de referencias naturales. Uno de los primeros ejemplos más conseguidos de esa conquista y aspiración espiritual, es el cuadro titulado Río Negrón, de 1967, todavía heredero de los recursos formales propios de la etapa magrebí, pero que ya comienza a emanciparse en ese concepto abstracto del paisaje.

Otra de las obras capitales de este itinerario plástico es Paisaje, un acrílico de formato cuadrado de 1988, que en la distancia simula ser un collage. Es una de las composiciones en las que Ruano ha incorporado de manera más bella el azul del cielo. La esbelta y estilizada banda negra vertical, ascendente como una flecha gótica hacia el cielo, es el contrapunto perfecto a la masa edificada de la zona derecha inferior del cuadro.

Desde 1999-2000 ese concepto de paisaje interior ha ido desarrollándose de un modo intenso, poético, sin caer en la tentación manierista. Todas estas últimas composiciones son acrílicos. Ruano prepara previamente el lienzo a base de un blanco acrílico; después comienza a trabajar el cuadro, mojando la tela con agua ayudado de una brocha. Al igual que Miró, no suele estar más de cuatro o cinco horas trabajando en el estudio; casi todo el tiempo se lo pasa viendo, observando el trabajo realizado. Dámaso no usa habitualmente el caballete, ni siquiera en las obras de mediano y pequeño formato, sino que trabaja colocando el lienzo o la tabla en posición horizontal, sobre una mesa. Muchas veces sí hace uso de bocetos preparatorios en papel, que le sirven de orientación y guía en el cuadro definitivo.

Buscador incansable de las posibilidades de la forma pura, los paisajes de Dámaso Ruano, iluminados con una luz filtrada a través de su secreto mundo interior, revelan una realidad espiritual iridiscente, suave, tamizada, en la que la dimensión agónica y existencial del individuo se conjuga con una elevación y un signo de esperanza.

 

 

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Publicado originalmente en el catálogo de la exposición individual de Dámaso Ruano celebrada en el Museo Municipal de Málaga

entre el 1 de febrero y el 13 de marzo de 2008.

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