|
Experiencia interior, color y estructura en la obra reciente de Manuel Salinas.
© ENRIQUE CASTAÑOS
Considerado desde hace tiempo un corredor de fondo de la pintura, un artista solitario e independiente, y, por ello mismo, ajeno a los dictados de las modas e incluso a contracorriente de ellas, Manuel Salinas (Sevilla, 1940) lleva protagonizando uno de los más hermosos y coherentes capítulos de la pintura abstracta española de los últimos veinticinco años. Instalado definitivamente en la abstracción desde la primera mitad de los setenta, el verdadero punto de inflexión de su obra se producirá hacia 1980, cuando los trazos enérgicos y el gesto rápido lo relacionen con el expresionismo abstracto. Debatida siempre su producción desde entonces en una suerte de tensión entre el orden y el gesto, entre la razón y la emoción, los elementos que decididamente configuran su obra actual son el color y la estructura, una combinación que comienza a predominar en sus lienzos hacia 1987, cuando realice unas composiciones caracterizadas por el equilibrio entre grandes masas cromáticas a un lado y otro de la superficie, articuladas por ejes verticales o grandes trazos en forma de arco de claras reminiscencias arquitectónicas, como un óleo de gran formato que se conserva en una colección particular de Córdoba. Ese interés por la arquitectura, que siempre desde su juventud ha sido muy grande en Salinas, es extensible al urbanismo, al diseño de muebles y a la decoración de interiores, un polo de atracción que se puede sintetizar en su interés por las formas geométricas y los volúmenes en el espacio. A pesar de la presencia de la mancha, del trazo vibrante y de la gestualidad firme, hay en Salinas un anhelo permanente de orden y de equilibrio, una inclinación hacia lo geométrico que no es más que la imagen visual de su concepción del mundo y de la naturaleza. Hacia 1989-1990 la división del cuadro en anchas bandas verticales domina toda la composición. En unos casos las bandas de color puro se combinan con otras en las que el color aparece mezclado, aunque el efecto más sugerente es el producido por los chorreones de pintura, dispuestos en la zona alta y baja del cuadro, aunque también hay bandas que están enteramente atravesadas por ellos. En otras ocasiones, sin dejar de moverse en el mismo lenguaje, la composición se hace más arquitectónica, el cuadro se orienta más hacia lo puramente investigativo y experimental y el color se atempera hasta prácticamente desaparecer por completo, quedando una sobria y desnuda gama de blancos, grises y negros, sólo animada por los garabatos y el dinámico grafismo de la superficie, como esas gruesas líneas verticales, horizontales y diagonales que parecen remarcar la dirección de las bandas. La culminación, en cierto modo, de todo este momento está representado por un conocido cuadro de 1991 en el que se ha dado absoluta primacía al color, un color suntuoso y físico, incluso cremoso, aplicado de arriba hacia abajo en bandas verticales que parecen ser un muestrario de colores, todo muy visual, muy pictórico, dejando que los colores, el azul intenso, el turquesa, el amarillo, el rojo, el negro o el verde oliva se manifiesten sin limitación alguna, mostrándonos su belleza intrínseca, su irremediable carga física y sensible. Pero se trata de un color ordenado y estructurado, ajeno por completo a esa disolución integral de la forma que distinguía al informalismo ortodoxo. Una gruesa línea negra en la zona inferior cierra la composición por abajo, subrayando el formato cuadrangular. Estos cuadros de las bandas verticales se van a prolongar hasta 1995-1996 y aún tendrán ecos en algunas obras realizadas en 2002, pero conviene ahora detenerse en un conjunto de lienzos pintados entre 1992-95 en los que aquella tensión entre la estructura compositiva y la manera gestual alcanza resultados llenos de vigor y resolución. En una de las primeras de esas composiciones pueden advertirse dos zonas claramente delimitadas, divididas por un trazo vertical muy grueso de color amarillo. Ambas zonas, la de la izquierda pintada de turquesa y de un blanco azulado y la de la derecha de azul oscuro, se presentan a su vez cerradas por los extremos, la primera mediante un trazo rojo dibujando un ángulo de 90º y la segunda mediante otro ancho trazo de blanco, en forma de línea quebrada. La intención geométrica es bien visible, quedando enfrentados una forma rectangular a otra trapezoidal. Las líneas eje de la composición se quiebran todavía más en otro lienzo de 1995, dominado por la tensión de las diagonales que lo atraviesan, aunque en esta ocasión el efecto del chorreado singulariza todo el conjunto. Es, sin duda, una obra mucho más barroca que la anterior, plagada como está de formas enfrentadas y contrapuestas. Al mismo tiempo, durante todo ese periodo, hay, como siempre en la obra de Salinas, que prestar una cuidadosa atención a su obra sobre papel y sobre cartón, en la que junto al óleo usa también ceras, grafito y otros materiales. Si observamos detenidamente muchos de esos papeles comprobaremos que ofrecen un aspecto experimental, volcado en la investigación de formas geométricas, como el cubo y el tetraedro. Cuando ha llegado a hablarse de cubismo en la obra de Salinas, cosa que podemos hacer al referirnos a este tipo de ejercicios, no quiere decirse, naturalmente, que el pintor vuelva sobre aquel movimiento de la vanguardia histórica, repitiendo miméticamente sus formas, sino que concede un lugar primordial a la forma geométrica en el espacio, investigando de manera paralela sobre los efectos cromáticos. Este tipo de ejercicios y de variaciones será sin duda decisivo en la realización de los grandes lienzos. Entramos así en el contenido más concreto de la exposición de Málaga, que empieza en un gran lienzo de 1999 cuya característica más evidente es la disgregación y dispersión de las formas y de las manchas que se distribuyen por la superficie. Ya hay en 1995 precedentes muy definidos de este lenguaje, singularizado por un fondo claro sobre el que destacan las disgregadas manchas cromáticas, un vigoroso borrón terroso a la izquierda, del que surgen dos apéndices de idéntico color que a su vez acogen una mancha azul oscura y otra de rojo. Se trata de una pura sinfonía abstracta, de extraordinaria elegancia, equilibrio compositivo y armonía cromática. Lo mismo puede decirse del cuadro de 1999, de 260 cm de altura, puras notaciones interiores, como si la música inaudible del alma adquiriese consistencia física y matérica en esos elementales trazos de forma geométrica y en esas manchas de color bien visibles. Las formas parecen también aquí gravitar en un espacio indeterminado, inconcreto, como suspendidas alrededor de la silueta blanca de una casa. Se acuerda uno de Esteban Vicente contemplando estas pinturas. En los cuadros realizados a partir de 2000 predominan cada vez más las formas cuadrangulares y rectangulares rellenas de color. Unas veces, como en un soberbio lienzo de 2001, vemos cuatro formas cuadradas colocadas hacia las cuatro esquinas de la tela, roja, gris, negra y con unos trazos garabateados. Otras figuras geométricas en diferentes perspectivas completan el espacio sobre un fondo claro, otorgándole también cabida al grafismo. Las formas cambian de posición y de color en otras composiciones, pero siempre tenemos la inconcreción del espacio soportando la presencia de las figuras geométricas, en ocasiones pesadas y oscuras, densas e impenetrables. Del año 2002 es una serie hecha en mediano formato sobre lino que, aunque no va a estar presente en la muestra de Málaga, es necesario que el aficionado la conozca. Está muy bien reproducida en el catálogo de la exposición de Salinas que se celebró hace tres años en Sofía, la capital de Bulgaria. Son de una bellísima pureza poética, de lo más logrado de toda su producción. El lirismo intenso que poseen deriva de la orquestada presencia de negros, celestes y azules. Son variaciones de pintura pura. Ahora, de quien uno se acuerda es de Morandi, por la intimidad que transmiten, por su recogido silencio, un silencio, paradójicamente, lleno de alegría. Son unas creaciones casi milagrosas. De ese mismo año es otro cuadro fulgurante, encendido de rojo, que aquí vamos a ver continuado en un gran lienzo en el que seis cuadrados rojos se colocan más o menos ordenadamente sobre un fondo totalmente rojo. Es como si las formas parpadeasen y vibrasen entre las llamas. Pero téngase en cuenta que Salinas no usa nunca la regla, que sus líneas están trazadas a mano, dejando que las distancias no resulten exactas ni completamente simétricas. De aquella prodigiosa y etérea serie mencionada antes, pasa Salinas en ese mismo 2002 a otra de casi idéntico formato pero más volcada hacia el color, sobre todo por la introducción de los rojos. Sin tener nada que ver, tanto en esta como en otras composiciones que hemos nombrado se advierten lejanos ecos de Malévich, básicamente la distribución de las formas en el espacio. Pero Salinas no las aísla, las encabalga unas con otras, deja que se presten apoyo y se comuniquen entre sí. Este tipo de series son como variaciones musicales, con una cadencia rítmica pausada y armónica. Salinas continúa trabajando, sin el más mínimo asomo de repetición. No hay en este sentido manierismo alguno en su obra. Sus últimas creaciones nos muestran un pintor solamente comprometido con la pintura. Su conocimiento de la historia del arte occidental, acompañado de una exquisita sensibilidad, son en gran medida responsables de sus numerosos logros. Cuando se visita su estudio y su casa de Sevilla, atestados de marcos de cuadros vacíos, de muebles antiguos y de cuadros y grabados de hace varios siglos, comprendemos también lo que Salinas ha sabido recoger del pasado, lo que ha aprendido de esos objetos vetustos y ajados, como de los grabados y láminas de libros antiguos. Esta última es una de sus más grandes pasiones. En el fondo no es más que el amor a la belleza. Esa belleza puede estar en el preciso acabado y en la perfecta terminación de una cómoda inglesa de caoba y de palosanto del siglo XVIII, como en las ilustraciones y en los grabados de un libro de temática religiosa editado en Sevilla en el siglo XVII, o… en los cuadros de Manuel Salinas. Y está en estos últimos, entre otras razones, porque él ha sabido mirar la obra plástica del pasado y del presente, porque sus ojos reconocen inmediatamente la calidad de un Velázquez o de un Rothko, de un Vermeer o de un Juan Gris, de un Tiziano o de un Kandinsky. Ese reconocimiento, esa advertencia, la ha procesado, la ha racionalizado, al mismo tiempo que ha ido dejando en él un poso de sabiduría plástica y visual. La consecución de un buen cuadro, de una buena pintura es algo muy difícil, extremadamente difícil. Junto a la creación de un texto literario, es una de las cosas más difíciles que existen. Pero el artista, como le ocurre a Salinas, no puede darse nunca por satisfecho, siempre es posible una conquista más elevada. Además, otro sentimiento muy importante que advertimos ante su obra es la sinceridad, la autenticidad. Es una obra verdadera, que desprende emoción en quien la contempla en silencio. No es una obra que grite, ni tampoco que pretenda llamar nuestra atención con trampas y de modo improcedente. Se defiende por ella misma, por su justo y equilibrado empleo de los componentes puros de la pintura. Salinas no se agarra a nada artificial. Su obra es el resultado de una evolución lenta, llena de dudas y de equivocaciones. Pero en cada una de sus exposiciones se advierte al pronto al pintor que es exigente consigo mismo, que selecciona entre lo que hace. Salinas se toma su tiempo y nosotros debemos tomárnoslo también para degustar su arte.
Publicado originalmente en el catálogo de la exposición Manuel Salinas, obra reciente, celebrada en la Sala Italcable de la Fundación Unicaja de Málaga entre los meses de abril y mayo de 2006 |