Otto von Simson. La catedral gótica. Los orígenes de la arquitectura gótica y el concepto medieval de orden. [The Gothic Cathedral: Origins of Gothic Architecture and the Medieval Concept of Order] (1956). (Madrid, Alianza, 1982. Traducción de Fernando Villaverde).

   

PREFACIO (verano 1955).— El efecto de las ideas sobre la vida de las formas artísticas es aún más directo en la arquitectura que en las demás artes. Los orígenes del gótico sólo pueden entenderse como la respuesta particularmente sensible de la forma artística a la visión teológica del siglo XII.

 

INTRODUCCIÓN.—

*La arquitectura gótica como la representación de la realidad sobrenatural. En la admiración de su perfección arquitectónica, las emociones religiosas eclipsaban a la reacción estética del que contemplaba una catedral gótica en la Edad Media (un buen ejemplo es la reacción de Enrique I de Inglaterra cuando se consagró la nueva cabecera de la catedral de Canterbury en 1130). La catedral gótica como el símbolo del reino de Dios sobre la tierra. La visión del hombre medieval es primordialmente simbólica. Esta visión simbólica la definía San Máximo el Confesor como la capacidad de aprehender, en el interior de los objetos de la percepción sensorial, la realidad invisible de lo inteligible, realidad que se halla situada más allá de esos mismos objetos. La belleza es percibida en la EM como el resplandor de la verdad (splendor veritatis). La imagen no se percibía como ilusión, sino como revelación. El templo gótico como la imagen del cielo. La arquitectura de la catedral se proyectaba y se experimentaba como representación de una realidad última. Hans Sedlmayr ha insistido en que la arquitectura, como la escultura o la pintura, ha de ser entendida como un arte «figurativo». Para que tal entendimiento sea posible, no sólo debemos conocer el «qué» (el tema), sino especialmente el «cómo» (el modo en que una visión religiosa se traducía en una forma arquitectónica). El pensamiento medieval se preocupó por la naturaleza simbólica del mundo de las apariencias. Por todas partes, lo visible parecía reflejar lo invisible (tendencia hacia la abstracción). El templo como una imagen de Cristo, o, como para San Buenaventura, una imagen de la Virgen (en sus Alabanzas de la bienaventurada Virgen María, dice San Buenaventura: «María representada por el Templo construido por Salomón y llena de la gloria de Dios»; y en el Psautier de la Sainte Vierge, en el salmo 27, referido a la santidad del corazón y del cuerpo de la Santísima Virgen, dice: «Vuestro sagrado cuerpo es el templo y el santuario que las propias manos de Dios han formado»). El funcionamiento simbólico de un artista de la Plena Edad Media podemos observarlo muy bien en los peculiares dibujos del italiano Opicinus de Canistris (1296 – c. 1353).

Lo que este libro estudia no es tanto la estructura del idioma gótico, sino la razón de su origen y el significado de su mensaje. La catedral gótica se originó en la experiencia religiosa y la especulación metafísica, en las realidades políticas y materiales de la Francia del siglo XII y en el genio de los que la crearon.

 

PARTE PRIMERA: LA TRAZA GÓTICA Y EL CONCEPTO MEDIEVAL DE ORDEN.—

*Innovaciones de la arquitectura gótica: el uso de la luz y la original relación entre estructura y apariencia.

Por empleo de la luz entiende Simson la relación de la luz con la sustancia material de los muros. Éstos parecen porosos: la luz se filtra a través de ellos, penetrándolos, fundiéndose con ellos, transfigurándolos. Las vidrieras sustituyen a los muros con pinturas al fresco del románico. Estructural y estéticamente, las vidrieras góticas no son vanos abiertos en el muro para permitir que pase la luz, sino muros transparentes. La vidriera niega en apariencia la naturaleza impenetrable de la materia, recibiendo su existencia visual de una energía que la traspasa. La materia sólo es estéticamente real en la medida en que comparte la luminosidad de la luz y es por ella definida. El gótico es una arquitectura transparente, «diáfana» (Hans Jantzen).

El segundo rasgo es la relación entre función y forma, estructura y apariencia. La decoración se halla subordinada al dibujo que forman los elementos estructurales, los nervios y los fustes, y el sistema estético se halla determinado por ellos. Decaimiento de la pintura al fresco.

La estructura adquiere una dignidad desconocida hasta entonces. La evolución que conduce a la catedral gótica no debe entenderse como un triunfo del funcionalismo. No obstante, en el gótico es difícil determinar si la forma ha seguido a la función o la función a la forma. Es verdad que las posibilidades estéticas del nervio de bóveda sólo se comprendieron y usaron a fondo una vez que los maestros góticos lo emplearon como un recurso técnico. Los nervios ayudan ciertamente a sostener la bóveda, pero no son de ningún modo tan indispensables como antes se pensaba (el responsable de la teoría del «racionalismo gótico» fue en buena medida el historiador francés Pol [Hippolyte] Abraham (1891-1966), a través de su libro Viollet-le-Duc et le rationalisme médiéval (París, 1934)).

Cuando entramos en una catedral gótica experimentamos la sensación de que todos los elementos visibles tienen una función que cumplir. No hay muros, sólo soportes; la masa y la carga de la bóveda parecen haberse contraído en la vigorosa red de nervios. No hay materia inerte, sólo energía activa. Este universo de fuerzas no es, sin embargo, la manifestación desnuda de unas funciones tectónicas, sino la traducción de éstas a un sistema básicamente gráfico. Los valores estéticos de la arquitectura gótica son, en un grado sorprendente, valores lineales. Puede demostrarse cómo el nervio fue precedido y preparado por la tendencia del arquitecto a entender y dirigir los ángulos de una bóveda de arista, no como conjunción de superficies curvas, sino como intersección de líneas rectas. Un elemento arquitectónico tan notable como es la bóveda de crucería es en gran medida, no la causa, sino el producto del «grafismo» geométrico de la traza gótica (opinión que asumen varios estudiosos: el arquitecto británico John Bilson (1858-1943) al hablar de los comienzos de la arquitectura normanda en Inglaterra y de la abadía de Notre Dame de Morienval, en Picardía; Paul Frankl al hablar de las bóvedas de arista de las naves laterales de la iglesia abacial de Jumièges; y el historiador francés Jean Victor Bony (1908-1998) al referirse a la catedral de Gloucester).

El elemento geométrico de la traza gótica constituye el verdadero principio de su orden y de su cohesión estética. Pero también es el medio a través del cual el arquitecto expresaba una imagen de las fuerzas estructurales reunidas en su edificio. El trazado o configuración de líneas del gótico, según Jean Victor Bony, expresa lo que los arquitectos creían que era la estructura teórica del edificio. En este sentido sí puede hablarse de funcionalidad del gótico respecto del románico. Se trata de un «funcionalismo geométrico».

La iglesia es, mística y litúrgicamente, una imagen del cielo. Durante el rito de consagración se leía el pasaje de Ap 21, 2-5.

Durante el periodo gótico, el maestro constructor se ha hecho mucho más importante que el pintor de frescos, y nada estorba a la singular convergencia de valores estructurales y estéticos que alcanza el funcionalismo geométrico del sistema gótico. Ahora, con el gótico, la distinción entre forma y función, la independencia de la forma respecto de la función, desaparecen. La arquitectura gótica trata de ofrecer una respuesta enérgica a la demanda de una arquitectura especialmente armonizada con la experiencia religiosa. La Catedral se concebía como imagen de la Jerusalén Celestial (tal como la describe San Juan en el citado pasaje del Apocalipsis), imagen que ya estaba prefigurada en el Templo de Salomón (además de la descripción del templo salomónico en el Libro I de los Reyes y en el Libro de Ezequiel, hay que tener en cuenta que otra visión que influyó en las ideas medievales sobre la Jerusalén Celestial es la del Libro de Enoch, que describe el palacio celestial como «construido con cristales»). El primer historiador que reconoció la relación simbólica entre la catedral gótica y la Ciudad Celestial, fue Adolphe Napoleón Didron, a partir de los ángeles de los arbotantes de Reims.

Lo que distingue al gótico del románico es el diferente modo de evocar el tema escatológico. No basta con preguntar qué representa la catedral gótica; hay que preguntarse cómo representa la visión celestial y cuál era la experiencia religiosa y metafísica que pedía esa nueva forma de representación.

Los arquitectos góticos son unánimes en rendir tributo a la geometría como base de su arte. A partir de una de las dimensiones básicas, el arquitecto gótico desarrollaba todas las demás magnitudes de la planta y del alzado por medios geométricos, usando como módulos ciertos polígonos regulares, especialmente el cuadrado. Este método de determinar las proporciones se hizo público a finales del siglo XV por Mateo Roriczer (Matthäus Roritzer), maestro de la catedral de Ratisbona. Enseña cómo sacar de la planta el alzado mediante un único cuadrado. De esta figura, deriva Roriczer todas las proporciones de su construcción, un pináculo en este caso, ya que sus dimensiones guardan entre sí la misma relación que los lados de una serie de cuadrados cuyas áreas disminuyan (o aumenten) en progresión geométrica. Las proporciones así obtenidas lo eran «conforme a la medida cierta».

 

                                                        Mateo Roriczer. Planta y alzado de un pináculo.

 

El testimonio individual más importante en lo que se refiere a los principios de la traza gótica, quizá sea el de Villard de Honnecourt (arquitecto de la Picardía, del segundo cuarto del siglo XIII). Si comparamos, por ejemplo, la fachada de la catedral de Noyon con la de la catedral de París, comprobamos que la madurez del gótico a mediados del siglo XIII está señalada por la creciente claridad con que se observa el principio geométrico. El arquitecto gótico no empleaba sus cánones geométricos por motivos puramente estéticos. Lo técnico (el uso de la geometría) y lo estético se concilian en la mentalidad del arquitecto gótico. Para demostrar esto conservamos las actas de las reuniones que se celebraron desde 1391 en Milán en relación con la catedral, iniciada en 1386. Ciertas dificultades aconsejaron la presencia de expertos franceses y alemanes. La cuestión que se debatió en Milán no era si la catedral debía construirse de acuerdo con fórmulas geométricas (esto era obvio), sino si la figura geométrica que iba a emplearse habría de ser el cuadrado (que había configurado ya la planta) o el triángulo equilátero. En el curso del debate, el experto francés, Jean Mignot, concluye que el arte no es nada sin la ciencia (ars sine scientia nihil est). Para Mignot y sus contemporáneos, el arte es la destreza práctica que se obtiene de la experiencia, y la ciencia la capacidad de explicar las razones que determinan el procedimiento arquitectónico válido por medios racionales, esto es, geométricos. La arquitectura, para ser científica y correcta, ha de basarse en la geometría. Estabilidad y belleza se hallan comprendidas en la perfección de las formas geométricas.

*La medida y la luz.— En De musica, San Agustín define la música como la «ciencia de la buena modulación». Esta ciencia se interesa por la relación de varias unidades musicales según un módulo, de tal forma que esa relación pueda expresarse en sencillas razones aritméticas. Para San Agustín, la razón más admirable es la de igualdad o simetría (1:1). Le siguen en categoría 1:2 (octava: do-re-mi-fa-sol-la-si-do; el nombre de octava obedece al hecho de que la escala occidental recorre esta distancia después de siete pasos desiguales de tono y semitono), 2:3 (quinta: intervalo compuesto por tres tonos y un semitono; por ejemplo, el intervalo que hay entre do y sol) y 3:4 (cuarta: intervalo de cuatro grados entre dos notas de la escala musical). Tales intervalos—octava, quinta y cuarta—son las consonancias perfectas. La preeminencia de esos intervalos deriva de la perfección metafísica que la mística pitagórica atribuye al número. Sin el principado del número, el universo regresaría al caos. San Agustín parte de unas palabras del Libro de la Sabiduría (11, 20): «Pero tú todo lo dispusiste con medida, número y peso». A partir de estas palabras bíblicas, San Agustín aplicó la mística pitagórica y neoplatónica del número a la interpretación del universo cristiano. Le une a Platón la desconfianza por las imágenes y la creencia en la validez absoluta de las relaciones matemáticas. La influencia de San Agustín en la estética medieval es enorme y sin parangón. Comprende tres aspectos:

a) Los principios de la buena modulación musical son principios matemáticos, que se aplican también a las artes plásticas y a la arquitectura.

b) San Agustín tenía casi tanta sensibilidad para la arquitectura como para la música. Las admite incluso después de su conversión, porque en ellas experimentó la presencia del mismo elemento trascendente. Son hermanas, pues ambas son hijas del número. Tienen la misma dignidad: la arquitectura refleja la armonía eterna y la música la repite como un eco. El número es la fuente de toda perfección estética. El artista no es libre de confiar en su intuición cuando se trata de proporciones, que son el más elevado principio de la estética; tampoco es libre de escoger las fórmulas matemáticas en las que se basan sus proporciones, pues la estética de San Agustín sólo admite las razones «perfectas» de la mística pitagórica. Lo mismo Boecio. El primero que analizó la estética de San Agustín en relación con el arte de su tiempo, fue Aloïs Riegl (cap. 5 de El arte industrial tardorromano), aunque no entró en su fondo metafísico.

c) La verdadera belleza se encuentra anclada en la realidad metafísica. Las armonías que podemos ver y oír son indicios de esa armonía de la que disfrutarán los bienaventurados.

En las Retractationes, San Agustín se reafirma en su creencia en que el número puede conducir al intelecto desde la percepción de las cosas creadas a la verdad invisible que se halla en Dios. Se propuso hacer visibles, en términos geométricos, las consonancias perfectas. El breve fragmento citado del Libro de la Sabiduría y la interpretación que le diera San Agustín, se convirtieron en la clave de la visión medieval del mundo.

Pero va a ser en el segundo cuarto del siglo XII cuando dos vigorosos movimientos intelectuales captaron en Francia la filosofía agustiniana de la belleza. El primero estuvo formado por el grupo de pensadores platónicos que constituyeron la llamada Escuela de Chartres; el segundo, de carácter antiespeculativo y ascético, procedía de los monasterios de Cîteaux y de Claraval, y se personifica en San Bernardo. La civilización francesa del siglo XII es, en buena medida, la síntesis de ambas corrientes, de profundas conexiones íntimas, gracias a la común herencia agustiniana, y de la que saldrá el gótico. La arquitectura gótica no habría existido sin la cosmología platónica cultivada en Chartres y sin la espiritualidad de Clairvaux.

Simson considera que el platonismo de Chartres era en muchos sentidos un auténtico movimiento renacentista (opinión que difícilmente suscribiría Erwin Panofsky). Los teólogos de la Escuela de Chartres pensaban que el libro del Génesis y el Timeo de Platón (del que sólo conocían un fragmento que no estaba redactado en el idioma griego original) coincidían sustancialmente en lo que atañe a la creación del universo y al propio Creador. La Escuela de Chartres concede una gran importancia a las matemáticas y a la geometría, lo que tendrá considerables consecuencias estéticas. Uno de sus principales exponentes, Thierry de Chartres († 1155), concibe al Creador auxiliándose de la geometría y la aritmética. El triángulo equilátero simboliza la igualdad de las Tres Personas, mientras que el cuadrado revela la inefable relación que existe entre el Padre y el Hijo. Dios es la unidad suprema, y el Hijo es la unidad engendrada por la unidad, de modo que resulta razonable que la Segunda Persona sea considerada el primer cuadrado. Para algunos comentaristas, la Escuela de Chartres pretendió transformar la teología en geometría.

Aún más atrevida y heterodoxa es la cosmología de la Escuela de Chartres y la filosofía de la belleza que de ella se deriva. En el Timeo se describe la división del alma del universo conforme a las razones del tetractys pitagórico (figura triangular que consiste en diez puntos ordenados en cuatro filas, con uno, dos, tres y cuatro puntos en cada fila).

 

                                                                        Tetraktys o TetorakutesFile:Tetractys.svg

 

Aquella división se lleva a cabo conforme a las razones de la armonía musical. De este modo, el Demiurgo, al dividir así el alma del universo, establece un orden cósmico basado en la armonía de la consonancia musical.

El pensamiento pitagórico contenido en el Timeo (nadie duda del carácter esencialmente musical de la cosmología platónica) fue fácil unirlo con la idea agustiniana de un universo creado «con medida, número y peso». El resultado fue presentar la Creación como una composición sinfónica. Ya la había descrito así Juan Escoto Erígena (ca. 810 – 870) (quien, procedente de Irlanda, enseñaba hacia 846-847 en la Escuela Palatina de Carlos el Calvo, rey de Francia y nieto de Carlomagno). Tanto Guillermo de Conques (maestro de Juan de Salisbury; miembros ambos de la Escuela de Chartres. Guillermo de Conques define la arquitectura y la medicina como profesiones «honestas») como Pedro Abelardo († 1142, quien estudió probablemente matemáticas con Thierry de Chartres), identifican el alma platónica del Universo con el Espíritu Santo en su acción creativa y ordenadora de la materia, acción que hay que entenderla como una consonancia musical.

Escuela de Chartres → el cosmos como una obra arquitectónica cuyo autor es Dios → lo que supone un doble acto creativo: la creación de la materia caótica y la creación del cosmos a partir del caos.

Del Timeo de Platón se deduce fácilmente que la proporción perfecta es responsable tanto de la belleza del cosmos como de su estabilidad.

Para Simson, que en esto sigue a Nikolaus Pevsner, el arquitecto medieval es ya un profesional, un «científico», un theoreticus de su arte, y no un artesano, en el siglo XIII. La discrepancia de Simson con Pevsner es con la opinión de éste de que ese cambio en la consideración del arquitecto medieval se debió a la introducción de la Metafísica de Aristóteles desde 1200 en el pensamiento occidental. Aparte del hecho de que ya Vitruvio era respetado en época carolingia, fue San Agustín, para Simson, quien mantuvo viva la definición clásica del arquitecto.

Los platónicos de Chartres definieron también las leyes según las cuales se había levantado el edificio cósmico. Hacia finales del siglo XII, Alano de Lille (Alanus ab Insulis, † en 1203 en Cîteaux, el doctor universalis) describió la creación del mundo. Dios, dice, es el habilidoso arquitecto (elegans architectus) que se construye el cosmos como palacio real, componiendo y armonizando la variedad de las cosas creadas mediante las «sutiles cadenas» de la consonancia musical. Las nociones matemáticas dominan por todas partes la cosmología y la estética de Alano de Lille, que fue quien más difundió las ideas de la Escuela de Chartres.

La arquitectura de los siglos XII y XIII ofrece numerosas pruebas de que las «proporciones musicales» se consideraban como las más próximas a la perfección. La aplicación de tales proporciones, determinadas por medios estrictamente geométricos, se convirtió para el arquitecto gótico en una necesidad técnica (estabilidad) y en un postulado estético (belleza).

De ahí que en la Alta EM la arquitectura se definía y practicaba como geometría aplicada. Es infundada según Simson la afirmación de Pierre du Colombier (1954) de que el compás de proporciones no existió con anterioridad al Renacimiento. El historiador del arte Walter Ueberwasser ha intentado mostrar que la posición social del maestro constructor en la EM estaba en buena medida determinada por la dignidad que la visión platónica del mundo asignaba a la geometría. En la EM se distinguía claramente entre la simple práctica de la geometría (trabajo propio de un cantero, esto es, de un artesano) y su conocimiento especulativo (correspondiente al arquitecto, que dominaba «científicamente» la disciplina). Pero el conocimiento de la geometría y su inseparable marco metafísico, sólo se adquiría en las escuelas catedralicias y monásticas. Lo que eleva socialmente al arquitecto es precisamente el conocimiento que tiene de las artes liberales. Estos arquitectos medievales se representan a sí mismos como científicos de la geometría, no como practicantes de ella. El ingeniero checo Franz von Rziha parece haber demostrado (1883) que los símbolos de los maestros canteros estaban sacados de las figuras geométricas.

La catedral gótica se puede comprender mejor como un «modelo» del universo medieval. Pero, por encima de todo, era la proximidad de la verdad inefable. El universo medieval era teológicamente transparente. La Creación era la primera de las autorrevelaciones de Dios y la Encarnación del Verbo la segunda. El paralelismo que encuentra Hugo de San Víctor († 1141) entre la Creación y la Redención, le sugiere la idea del hombre como centro del universo.

La iglesia gótica es al mismo tiempo imagen de Cristo e imagen de los cielos. Este simbolismo es posible por el paralelismo entre Creación y Redención, entre el cosmos y Cristo (Cristo es tanto el Verbo encarnado como el hombre perfecto en el que se centra el universo). Es en virtud de sus proporciones como una iglesia gótica podía entenderse simultáneamente como imagen de Cristo y del cosmos. Interconexión, pues, entre la arquitectura del cosmos, la Ciudad Celestial y el templo gótico. Pedro Abelardo es el primer escritor medieval que sugiere que las proporciones del Templo cristiano eran las de las consonancias musicales y que era ésta perfección «sinfónica» la que hace de él una imagen del cielo. Es evidente aquí la influencia platónica en la escatología cristiana del siglo XII. Con el gótico pasamos desde el acercamiento místico a la verdad al acercamiento racional (que será lo propio del pensamiento escolástico).

En lo que se refiere a la aportación civilizatoria cisterciense en la Francia del siglo XII,  hay que tener en cuenta que las opiniones artísticas de San Bernardo de Claraval son esencialmente agustinianas. Ningún autor ejerció una mayor influencia teológica, después de los Apóstoles, en San Bernardo que San Agustín. En De Trinitate, había meditado San Agustín sobre el misterio de la Redención. La muerte de Cristo servía de reparación de la doble muerte del hombre (la del cuerpo y la del alma; ésta segunda, por efecto de la acción del pecado). En tal misterio, ve Agustín una «consonancia» entre uno y dos; es más: la consonancia de la octava (que es la expresión musical de la razón 1:2) expresa para el oído humano el misterio de la Redención. Son las consonancias musicales, para San Agustín, las que constituyen un eco de la verdad teológica (y no al revés), y el disfrute sensorial de la armonía musical (y de la proporción arquitectónica), es nuestra respuesta intuitiva a la realidad última o divina. Esta opinión también la hallamos en Othlon (Otloh / Othlo) de San Emerano (1032-1070 o c. 1010-c.1072) (la abadía de St. Emmeram está cerca de Ratisbona), para quien hasta el orden que prevalece entre las huestes celestiales se corresponde con los intervalos de las consonancias perfectas.

San Bernardo pensaba de manera muy parecida. Era una persona profundamente musical. Hasta en estas cuestiones fue agustiniano. Lo que le pide a la música eclesiástica es que «irradie» verdad, que «haga sonar» las grandes virtudes cristianas. La música debe agradar al oído con el fin de conmover al corazón. A San Bernardo le gusta describir la dicha celestial en términos musicales, como un eterno escuchar los coros de ángeles y santos y participar en ellos. Al pedir que la música estuviera armonizada con las experiencias metafísicas y éticas de la vida cristiana, ampliaba su campo de acción creativa, enfrentándolo a un reto de tipo agustiniano. Un hombre así no podía por menos de respetar en la arquitectura bien proporcionada aquella dignidad metafísica de las razones que encontraba en la composición musical.

En su Apologia ad Guillelmum (Guillermo, abad de Saint-Thierry), escrito hacia 1123-1125 contra las opiniones de Pedro el Venerable, San Bernardo ataca la ostentación de Cluny. En ese texto polémico condena como «monstruosa» la imaginería antropomórfica y zoomórfica de la escultura románica y solicita que se la destierre de los claustros; también arremete contra la «inmensa» altura, la «desmesurada» longitud y la anchura «innecesaria» de las iglesias cluniacenses, considerándolas incompatibles con el espíritu de humildad monástica. Pero conviene evitar las simplificaciones. En su ensayo sobre San Bernardo de Claraval (1960), Giulio Cattin dice de él que «era sensible a todas las formas de belleza», citando el siguiente consejo del santo: «No os permitáis desconocer la belleza si no queréis ser confundidos por lo feo».

Esta tendencia contra las imágenes era de raíz agustiniana. Pero San Bernardo sólo la extiende a las iglesias y claustros de los conjuntos monásticos; no a las catedrales, por ejemplo. Cuando San Bernardo escribe su célebre Apologia, ya se advierte un cambio de tendencia estilística incluso en Cluny. En parte, este cambio de orientación está relacionado con la crisis económica de principios del siglo XII. Cluny se vio forzado a regresar a su noble tradición espiritual. No obstante, la crisis del lenguaje románico, con independencia de la crisis económica, es un hecho a comienzos de la citada centuria (agotamiento del lenguaje, cambio de gusto). Este cambio de gusto artístico cristaliza en torno a 1130. En síntesis, ceden la violenta y extasiada agitación de la línea, la exuberancia del gesto y de la acción, el expresionismo ardiente. Ahora se prefieren líneas rectas que se encuentran en ángulos rectos, expresándose el pensamiento artístico en formas sencillas, enérgicamente trazadas y separadas con claridad unas de otras. El modo de sentir los valores tectónicos cambia. Las figuras tienden a hacerse serenas, apacibles y monumentales (máximo ejemplo: el Pórtico Real de la Catedral de Chartres). Aunque las primeras manifestaciones aparecen en la Lorena, el nuevo lenguaje surge simultáneamente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. La influencia de Bizancio no es desdeñable. A pesar de todo, aún hay centros y conjuntos monásticos que se resisten al cambio de tendencia artística, sobre todo en Francia, como ha señalado el profesor alemán  Albert Boeckler en 1955.

 

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El otro aspecto fundamental de la arquitectura gótica es la luz, que ofrece una gran afinidad con la orientación metafísica de la época. Para los siglos XII y XIII, la luz era la fuente y la esencia de toda belleza visual. En ellos coinciden pensadores tan alejados filosóficamente como Hugo de San Víctor († 1141) y Santo Tomás de Aquino († 1274) (belleza → proporción + luminosidad).

Para los pensadores de esos siglos la belleza no era un valor independiente de los demás, sino el resplandor de la verdad, el brillo que desprende la perfección ontológica, aquella cualidad de las cosas que revela que proceden de Dios. Según la metafísica platonizante medieval, la luz es el más noble de los fenómenos naturales, el menos material, el que más se acerca a la forma pura. Para Roberto Grosseteste († 1253), la luz es un cuerpo espiritual o un espíritu corporeizado. Además, la luz es el principio creativo de todas las cosas. Es también el principio del orden y del valor. El valor objetivo de una cosa se halla determinado por el grado en que participa de la luz. La más grande exposición poética de la metafísica medieval de la luz se encuentra en el Paraíso de Dante (31, 22).

Todas estas opiniones se remontan a Platón. En la República (libro sexto) define lo bueno como causa del conocimiento, del ser y de la esencia, y lo compara con la luz del Sol. San Agustín cristianiza a Platón y desarrolla la teoría de que la percepción intelectual es el resultado de una acción iluminadora en la que el intelecto divino ilustra a la mente humana. Pero el padre de la filosofía cristiana de la luz es el Pseudo Dionisio Areopagita (monje cristiano neoplatónico, que vivió en Alejandría, Constantinopla o Antioquía, entre el 450 y el 520), que funde la filosofía neoplatónica de Plotino (205-270) con la teología de la luz del Evangelio de San Juan, donde el Logos divino se identifica con la Luz verdadera, por cuya acción fueron hechas todas las cosas y que ilumina a todos los hombres. Este pasaje de San Juan es la base de todo el pensamiento del Pseudo Dionisio. Todas las cosas creadas son «teofanías», manifestaciones de Dios, pero de todas ellas, la manifestación más directa de Dios es la luz. Por supuesto, hablamos aquí de una luz trascendente, que ofrece una analogía con la luz divina. Entre la «estética de la luz» y la «metafísica de la luz» hay una íntima conexión en la EM gótica. La distinción entre naturaleza física de la luz y significación teológica de la luz se salva mediante la teoría de la luz corpórea como «analogía» de la luz divina.

La influencia de la Escuela de Chartres en la arquitectura gótica es menos evidente que la del agustinianismo de Claraval. Pero es bastante probable que las consecuencias estéticas y tecnológicas de la cosmología de la Escuela de Chartres tuvieran un impacto directo sobre el nuevo estilo arquitectónico.

En cuanto a la influencia del estilo cisterciense en la arquitectura del primer gótico, es indudable. Elementos adoptados por los arquitectos góticos de la Isla de Francia, habían sido ya empleados en las iglesias del Císter (arco apuntado, serie de tramos transversales rectangulares e idénticos, arbotantes). Ahora bien, no sería correcto describir el primer gótico como hijo de la arquitectura cisterciense, aunque sí lo sea de San Bernardo. Y, sin embargo, en las catedrales de la Isla de Francia encontramos los principales rasgos estéticos y técnicos que caracterizan la arquitectura cisterciense (austera perfección de la ejecución + importancia concedida a la proporción). La arquitectura cisterciense y la del primer gótico son, en realidad, dos ramas que nacen del mismo tronco y que ponen en práctica los mismos postulados estéticos y religiosos[1], con la diferencia de que la primera se crea pensando en la piadosa vida monástica y la segunda en la vida religiosa de la diócesis. A partir de la segunda mitad del siglo XII, la arquitectura cisterciense y la gótica dejan de ser ramas estilísticamente diferentes. Los maestros cistercienses introducen entonces el gótico en su Borgoña nativa, usando la traza de las catedrales en su propia arquitectura y convirtiéndose, en el extranjero, en pioneros del gótico.

 

 

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PARTE SEGUNDA: EL NACIMIENTO DEL GÓTICO.—

Suger de Saint-Denis.— Más que heredera, la arquitectura gótica es rival de la románica. El origen del primer gótico se sitúa hacia 1140 en la Île-de-France. Ninguno de los elementos constitutivos de esta nueva arquitectura fue fruto de su invención, contribuyendo a ella de modo especial el románico de Normandía y de Borgoña. Lo que sí hicieron los primeros maestros góticos fue emplear, coordinar y transformar esos elementos de procedencia románica, dando como resultado un sistema arquitectónico nuevo, esto es, con un mensaje espiritual diferente al anterior. El primer gótico está extraordinariamente ligado a una idea política y a su concreción y desarrollo históricos. Todas las grandes catedrales francesas góticas se erigieron en territorios de la Corona francesa de los Capetos. «La catedral francesa nació con el poder monárquico», nos dirá Viollet-le-Duc en su Dictionnaire raisonné. Desde el punto de vista arquitectónico y técnico, la región que más contribuyó a preparar el advenimiento del gótico fue Normandía. Podemos observarlo en las grandes bóvedas de crucería de las catedrales angevinas (por los Anjou) de Le Mans y de Angers, que estructuralmente son semejantes a las de una bóveda gótica. En ningún sintió que se halle fuera de la órbita de las influencias francesas se presenta el gótico como un desarrollo espontáneo del románico.

El gótico aparece por primera vez en tres grandes iglesias de la Île-de-France: la primera catedral es la de Sens, la primera abadía la de Saint-Denis, y las primeras manifestaciones de la escultura arquitectónica gótica las fachadas occidentales de Saint-Denis y, sobre todo, de Chartres (el Pórtico Real). Los responsables fueron los obispos Enrique de Sens y Godofredo de Chartres y el abad Suger de Saint-Denis.

El más célebre es Suger (ca. 1081 – 1151), nombrado abad de Saint-Denis en 1122, encontrándose en Italia en misión ante el Papa. La vida de Suger está inextricablemente unida a la de Luis VI el Gordo (1108 – 1137) de Francia (de la dinastía de los Capetos) y a la del papa Calixto II (elegido en 1119, Guy de Borgoña era hijo del conde de Borgoña). Auténtico hombre de Estado, valeroso, culto, hábil diplomático, cronista, consejero excepcional, hombre de Iglesia, sensible para con los débiles, administrador y constructor, Suger se empeñó en fortalecer la monarquía francesa de los Capetos, en vincular la abadía de Saint-Denis a la monarquía francesa y en convertir Saint-Denis en el centro religioso y político de Francia. Saint-Denis, antes de que Suger fuese abad, estaba fuertemente ligada a los Capetos: era el santuario del patrón de Francia (San Dionisio), el santuario de la Casa Real y el lugar de entierro de los reyes desde época merovingia. Exenta de toda dominación feudal y eclesiástica, estaba exclusivamente sujeta a la autoridad del rey. El que esta abadía se convirtiese en el segundo cuarto del siglo XII en la piedra angular de la monarquía francesa de los Capetos, fue obra casi exclusiva de Suger. Su poderosa imaginación era la que soldaba sus dotes políticas y morales. Aunque su vida se enmarca dentro de la lucha entre el Papado y el Imperio, entre el sacerdotium y el imperium (debate de las investiduras), la situación de Francia era distinta de la del Imperio alemán. Francia estaba rodeada, desde Borgoña a Normandía, por grandes obispados que eran súbditos de la Corona como sedes «reales». Seis de ellos (el arzobispo de Reims y los obispos de Laon, Langres, Châlons, Beauvais y Noyon) eran duques y condes del reino, esto es, grandes señores feudales vasallos del rey. Como la ocupación de estos feudos no era hereditaria, el derecho del rey a nombrar los obispos aumentaba su poder. Los citados seis prelados eran pares de Francia (la mitad de un Colegio de doce). Tal jerarquía estaba representada en las asambleas decisivas del reino, que solían celebrarse en ciudades con catedral. La presencia del clero era superior a la de la nobleza laica en tales asambleas. Algunos de los más poderosos obispados reales franceses estaban en territorio extranjero, es decir, situados como auténticas puntas de lanza de la expansión real. En el momento culminante de la lucha con el emperador alemán, el Papado se volvió a Francia en busca de ayuda. El papa Pascual II se refugió en Francia y se entrevistó cordialmente en 1107 en Saint-Denis con el rey Felipe I y con el príncipe heredero (el futuro Luis VI). Suger pudo ver que el artífice de estas relaciones entre Francia y el Papado era Ivo, obispo de Chartres, al que tomará por modelo. Tales relaciones ahorraron a Francia la guerra de las investiduras. Ivo, además, recordó al Papa que Francia siempre había sido leal a la Sede Apostólica (recordemos la protección de Pipino y de su hijo Carlomagno al Papado). Las ideas de Ivo las puso en práctica con redoblado esfuerzo Suger: firme alianza de la Corona francesa con el Papado frente al emperador y con los obispos frente a la rapaz nobleza; apoyo del rey a la reforma eclesiástica y reconocimiento del Papa de la dominación del monarca sobre los obispados «reales». La alianza se estrechó gracias a la excelente relación de Suger con Luis VI y con Calixto II. Todas estas complejas relaciones entre la abadía de Saint-Denis, la monarquía francesa y el Papado se desarrollaron de tal modo que beneficiaron extraordinariamente a las tres instituciones. El verdadero cerebro rector de las mismas fue Suger.

La situación decisiva tuvo lugar en agosto de 1124, cuando el emperador salio Enrique V, coaligado con su suegro Enrique I de Inglaterra, se propuso invadir Francia. Luis VI acudió a Saint-Denis. Allí recibió el estandarte del Apóstol de Francia, San Dionisio, en realidad, el estandarte de Vexin (una antigua provincia al NO de la Île-de-France), que, al ser [Vexin] un feudo de la abadía, convertía al rey en vasallo del abad de Saint-Denis. La investidura con el estandarte indicaba que el rey se consideraba a sí mismo el señor feudal de San Dionisio, que iba al combate en defensa de la causa del santo y que la bandera era una señal de la protección de San Dionisio. A continuación, el rey hizo un llamamiento a la asamblea para defender el reino. La respuesta fue extraordinaria. Reims, Châlons, Laon, Soissons, Étampes, París, Orleáns, Saint-Denis, así como los duques de Borgoña y de Aquitania y los condes de Anjou, Chartres, Flandes y Troyes se unieron. El doble peligro anglo-alemán quedó conjurado. El emperador no se atrevió a invadir Francia.

En las obras históricas redactadas por Suger, a las que dedicó sus esfuerzos entre 1137 y 1144, especialmente en su Vie de Louis VI, se hace evidente su teoría política, el objetivo último de su arte de gobernar. Sus crónicas históricas no son una teodicea ni una filosofía de la historia, como ocurre en su contemporáneo el obispo y cronista Otón de Freising (ca. 1114 – 1158, sobrino por parte de madre del emperador Enrique IV y tío del emperador Federico I Barbarroja). El prestigio de Suger era tan grande, que cuando Luis VII marchó en 1147 a la Segunda Cruzada, él se convirtió, por decisión de una Asamblea Real celebrada en Étampes, en regente de Francia. Las dos esferas, la temporal y la espiritual, parecieron fundirse en manos de Suger. Desde 1124, Saint-Denis se convirtió en la capital religiosa del reino. El propio Luis VI la llama caput regni nostri (capital del reino de Francia). Las donaciones reales para engrandecerla fueron cuantiosas, sobre todo después de resolverse satisfactoriamente la crisis de 1124. Desde que el nieto de Luis VI, Felipe Augusto, devolviera los atributos de la realeza a Saint-Denis, la abadía se convirtió en depositaria tradicional de la Corona, asegurando al abad un papel decisivo en la consagración del rey. Este privilegio le debe mucho a la labor de Suger. También consiguió una segunda concesión en 1124: el «indictum exterior», esto es, que el Lendit[2] (establecida en 1048), una de las ferias más famosas de Francia, se celebrase bajo los auspicios de Saint-Denis[3], arrebatándole así la jurisdicción que sobre el Lendit tenía el obispo de París. La fama de Saint-Denis como centro religioso y de peregrinación (reliquias de San Dionisio[4] y de sus compañeros Rústico y Eleuterio) corría paralela al éxito económico del Lendit.

En los últimos años de su vida, Suger dedicó sus energías a preparar una Cruzada, para la que estaba decidido a dedicar los ingentes recursos económicos de Saint-Denis, y cuyo propósito era unir el corazón religioso de Francia con el del mundo, es decir, con Jerusalén.

Suger fue el impulsor de la idea de que la monarquía de los Capetos constituía una renovatio de la época carolingia, concibiendo a Luis VI como al heredero y continuador de Carlomagno. La historiografía era para él un arma política. La historia no la concibe como la documentación de un hecho histórico, sino como la que crea la realidad política.

Ha sido Ramón Menéndez Pidal, en su célebre monografía titulada La Chanson de Roland y el neotradicionalismo (orígenes de la épica románica) (Madrid, Espasa-Calpe, 1959), el que ha desmontado con muy sólidos argumentos la tesis de Joseph Bédier (en 1913) y de su escuela en torno a las chansons de geste. Para Bédier, eran los monjes, sobre todo los de Saint-Denis, los que suministraban el material con el que los juglares componían sus poemas épicos, e incluso los que creaban estos poemas. Según Bédier, los juglares habrían afirmado recoger sus narraciones en las crónicas oficiales del reino, especialmente en la de Saint-Denis. El libro de Menéndez Pidal, por el contrario, afirma, con pruebas prácticamente incontestables, que la épica francesa medieval no es una creación espontánea del siglo XI, sino la elaboración gradual e ininterrumpida desde la época carolingia de las hazañas de Carlomagno, cuyos autores no fueron los monjes sino los juglares, que no se inspiraron en aquéllos. Las chansons de geste de los juglares ni se inspiran en las «cruzadas» españolas del siglo XI ni están enraizadas en las leyendas piadosas de los templos situados en los caminos que conducen a Compostela. Tales narraciones épicas desempeñan el papel de una historia nacional. En tanto que «historia cantada» patriótica, la épica francesa mantuvo vivo el recuerdo del pasado carolingio. Esta era la misma idea que defendía Suger de ese pasado. El origen de esas ideas en las que se funden las esferas política y religiosa y se demuestra el amor de Dios por Francia, se halla, según Menéndez Pidal, en la propia época carolingia (en sus crónicas y documentos oficiales). El Pseudo-Turpín encarna para Pidal, ocho siglos antes, todas las falsas ideas del «bedierismo»: el autor es un clérigo y su obra fue pensada para fomentar el culto a Santiago y a los héroes que murieron por Cristo en España y en Oriente. Pero, para lograr este propósito, el Pseudo-Turpín se alejó del espíritu de la Chanson de Roland, transformando una epopeya heroica en una narración piadosa.

La abadía de Saint-Denis estuvo estrechamente relacionada con el contenido de dos obras literarias destinadas a exaltar la monarquía francesa. 1. La Descriptio latina del legendario viaje de Carlomagno a Tierra Santa, cuya versión vulgar es el Pèlerinage de Charlemagne. Según la Descriptio, Carlomagno habría traído reliquias a Aquisgrán que Carlos el Calvo depositó en Saint-Denis. Según el Pèlerinage, es el propio Carlomagno quien las trajo personalmente a Saint-Denis. 2. La segunda obra es el Pseudo-Turpín, que hoy sabemos que fue escrita a mediados del XII. No es una chanson de geste. Algunos de sus contemporáneos la tomaron por una obra histórica. El supuesto autor sería Turpín, arzobispo de Reims y amigo de Carlomagno y de Rolando. La obra sirvió como vehículo de propaganda a los intereses políticos de Suger y de la abadía de Saint-Denis. El historiador británico-estadounidense Ronald Noel Walpole (1903 – 1986) afirmó en un artículo de 1947 que ya a mediados del siglo XII no se consideraba el Pseudo-Turpín como una obra históricamente fiable, especialmente para ser leída por clérigos cultos; de ahí que fuese excluida, junto con el Pèlerinage, de la historia oficial del reino compilada en latín en la abadía de Saint-Denis. Lo que parece incuestionables es que ambos libros aumentaron considerablemente el prestigio de la abadía. La eficacia de ambas historias descansaba en buena medida en la relativa incapacidad medieval para distinguir el pasado del presente, o, mejor aún, en la tendencia a ver en el pasado la justificación del presente. No obstante, Suger no permitió que la leyenda política entrara en su obra histórica. Una cosa es que aprovechase la leyenda para grabar en la mente de los laicos la causa política a la que había dedicado su vida, y otra que renunciase, como de hecho hizo, a incluir esa leyenda en las crónicas históricas que escribió destinadas al clero culto.

 

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La nueva iglesia abacial de Saint-Denis.—

Parece que Suger ideó su plan de reconstrucción de la iglesia abacial de Saint-Denis inmediatamente después de la crisis de 1124. El retraso en el comienzo de las obras, ya que éstas empezaron en 1137, se explica por las responsabilidades de Suger como hombre de Estado. Tanto él como San Bernardo, desde lados opuestos, trabajaban en pro de un objetivo común: San Bernardo, a favor de las obligaciones éticas del gobernante cristiano; Suger, a favor de la alianza entre la Iglesia y la Corona francesa. De todos modos, Suger emprendió una reforma religiosa de su abadía que provocó el entusiasmo de San Bernardo en 1127. Hasta que no muere Luis VI no va a emprender Suger la reforma arquitectónica de Saint-Denis. También escribió sus obras históricas a partir de 1137. Lo primero que tuvo que resolver fueron los problemas logísticos, técnicos y de disposición  de los materiales para poder iniciar las obras. Por fortuna, se descubrió una importante cantera junto a Pontoise (en Val d’Oise, al NO de París, muy cerca de Saint-Denis). Artistas, artesanos, canteros, escultores, orfebres y vidrieros hubieron de ser traídos de fuera. El que la Île-de-France no tuviera entonces una escuela arquitectónica propia evitó quizás el convencionalismo de la empresa. Suger tenía dos prototipos ideales en su mente: Santa Sofía de Constantinopla y el Templo de Salomón. A diferencia de otros prelados medievales, como los obispos Benno de Osnabrück († 1088) y Otón de Bamberg (1060 – 1139), Suger no era arquitecto, pero sus conocimientos técnicos eran considerables, del mismo modo que estaba muy pendiente de todo lo que tuviese que ver con la logística, el transporte y el aprovisionamiento de material. Suger, que tuvo que valerse necesariamente de los maestros en arquitectura necesarios para su empresa, es, sin lugar a dudas, el verdadero arquitecto de Saint-Denis, pues de él es la idea y la concepción total del edificio. Todavía en la Alta Edad Media románica no hay sitio para el arquitecto entre el patrocinador eclesiástico y su cantero jefe. Esta situación cambia con Suger y con la construcción de las catedrales góticas, que sí las realizarán auténticos arquitectos, que, en determinados casos resuelven sólo los problemas estructurales, pues los estéticos, simbólicos y espirituales quedan en manos del patrocinador eclesiástico. Éste es el caso de Suger. Las ideas de San Bernardo y su crítica a la arquitectura cluniacense, influyeron sin duda en Suger. Dióse cuenta que tenía que asumir la dirección total de la empresa, y pudo hacerlo porque poseía el entusiasmo necesario y los conocimientos de un arquitecto aficionado. Por supuesto, contó con un maestro dotado de genio, pero él fue el verdadero spiritus rector de la empresa.

La concepción estética de Suger se inspira sobre todo en la metafísica del Pseudo-Dionisio Areopagita, que él identifica con San Dionisio. Cuando a mediados del siglo VIII, el papa Pablo I (757-767) envió a Pipino el Breve el manuscrito griego del Corpus areopagiticum, creía también que el autor que conocemos hoy como el Pseudo-Dionisio era el propio San Dionisio mártir. Lo mismo pensó Hilduino, abad de Saint-Denis, cuando fue encargado por Ludovico Pío de recopilar y traducir todo el material concerniente al «protector de Francia». Al margen de esos errores, las obras del Pseudo-Dionisio constituyen una consumada síntesis de la mística neoplatónica y cristiana, expuesta con la elocuencia propia de la visión extática. Una nueva traducción fue llevada a cabo por Juan Escoto Erígena por orden de Carlos el Calvo. Pero lo importante aquí es que Escoto Erígena añadió un extraordinario comentario a la obra del Areopagita que se convertiría en un sistema metafísico propio. Apoyándose también en la teología del Areopagita, creó Hugo de San Víctor (miembro de la abadía de ese nombre fundada en París por Luis VI de Francia) la primera filosofía de la belleza posterior a San Agustín. En 1137 le dedicaba Hugo de San Víctor su comentario a la Jerarquía Celestial del Areopagita al rey Luis VII de Francia. Se iba, pues, articulando una identificación entre la monarquía francesa de los Capetos y el Corpus areopagiticum. Lo curioso es que esta identificación se sustentó sobre el error de considerar al Pseudo-Dionisio Areopagita como si fuera el mismo San Dionisio, un error involuntario en el que creían eminentes teólogos, filósofos e intelectuales de la época de Suger y anterior a ella.

La analogía entre la metafísica de la luz del Areopagita y la luminosidad del gótico de Suger es incuestionable. La arquitectura religiosa anglonormanda ofrecía ya revolucionarios elementos estructurales (sobre todo, la bóveda de crucería; pensemos en la catedral de Durham) que serían aprovechados, imprimiéndoles un sentido distinto, por Suger en Saint-Denis. Pero en ese aprovechamiento había también razones políticas, pues Suger trabajó en pro de una paz duradera entre Luis VI de Francia y Enrique I de Inglaterra. La nueva iglesia abacial se convirtió de hecho en un monumento a ese empeño reconciliador.

La luz fascina a Suger. De hecho, la mayor influencia de la teología del Areopagita y de su metafísica de la luz en la traza arquitectónica de Saint-Denis es en las ventanas.

A partir de 1137 Suger describió e interpretó su iglesia abacial en dos tratados distintos que se complementan estrechamente. El más antiguo se llama Opúsculo sobre la consagración de la iglesia de Saint-Denis, donde se recuerda la construcción material y se subraya el valor estético de la armonía; el segundo es el Informe sobre la administración, que contiene una descripción del aspecto final del monumento y de las diversas inscripciones que mandó colocar Suger en la iglesia.

En el Opúsculo, Suger, al igual que los platónicos de la Escuela de Chartres, concibe el Universo como una composición sinfónica. Las ideas de Suger, como hemos dicho, también provienen de la interpretación de Juan Escoto Erígena del Corpus areopagiticum. Para el platónico irlandés, gracias a la ley de proporción armónica, se reconcilian la oposición y la disonancia que hay entre las distintas partes del Universo. Como para Platón y para San Agustín, esa ley es para Erígena la fuente de toda belleza, siendo en ella donde se revela la voluntad del Creador. Al colocar esta idea al comienzo de su Opúsculo, Suger quería subrayar la significación anagógica de la armonía arquitectónica de la iglesia abacial, del mismo modo que en otros lugares hará hincapié en la significación anagógica de su luminosidad. En suma, la traza arquitectónica reflejaba la visión de la armonía cósmica. La validez de esta interpretación se ve confirmada por un documento que sirve de conexión entre el Corpus areopagiticum y el Opúsculo de Suger. Hablamos de los Mystagogia de San Máximo el Confesor († 662) [una buena edición crítica es la de H. Sotiropoulos, Atenas, 1978]. Se trata del primer tratado que contiene una aplicación específica de la mística del Pseudo-Dionisio a la interpretación del edificio de una iglesia cristiana. Para San Máximo, el templo cristiano es una imagen de Dios y una imagen del cosmos. Las coincidencias del Opúsculo de Suger con los Mystagogia son explícitas. No podemos afirmarlo con certeza absoluta, pero es muy probable que Suger conociese esa obra de Máximo el Confesor, el más destacado exponente de la teología del Pseudo-Dionisio y uno de cuyos tratados había sido traducido por Erígena. También un resumen de los Mystagogia había sido enviado a Carlos el Calvo por Anastasio el Bibliotecario, un influyente dignatario de la Sede Apostólica.

Otra idea importante del Opúsculo de Suger es que la empresa arquitectónica de Saint-Denis exige a su autor una determinada disposición interior, un estado de gracia. Para el artista o el poeta medieval, además, el único interés y la única justificación de su obra residen en que refleja la realidad última. Lo mismo en Suger. El Opúsculo se dedica sobre todo a explicar el proceso que ha hecho posible la construcción de la iglesia. En el capítulo quinto se habla de la terminación de la cabecera gótica en términos que evocan la imagen de Cristo como Piedra Angular «que une un muro con otro; en quien bien trabada se alza toda la edificación—sea espiritual o material—para templo santo en el Señor, en quien vosotros también aprendéis a ser edificados para morada de Dios en el Espíritu Santo, por obra de nosotros mismos y de forma espiritual, y así es cuanto más elevada y adecuadamente tratamos de construir de forma material». Las palabras en cursiva proceden de la Segunda Epístola de San Pablo a los Efesios (2, 19 y ss.), y las palabras de Suger «sea espiritual o material» no pasaron inadvertidas a Erwin Panofsky en su célebre artículo sobre Suger de 1946. Resumen, pues del Opúsculo: se abre con la visión intelectual de la armonía divina que reconcilia la discordancia de las cosas en conflicto, infundiendo en quienes la contemplan el deseo de establecerla en el orden moral. La construcción de la iglesia abacial es la realización de esa visión, tanto en la obra artística como en las personas que la han llevado a cabo. Esta construcción se consuma con la consagración del templo, un ritual en el que se realiza el sacramento de unión entre Dios y el hombre. Lo que confiere unidad a toda la argumentación de Suger es el tema musical. Al comienzo del tratado se adivina la paz última en Dios a través de la experiencia de una sinfonía cósmica. Al final del Opúsculo, es en la sinfonía del canto litúrgico de la ceremonia de la consagración, donde esa misma idea se encarna. Esa idea no es otra que la de que toda la creación es una alabanza sinfónica del Creador. Según Suger, esta música cósmica no sólo une el Universo con la liturgia, sino que tiene un equivalente en la traza arquitectónica de la iglesia. Suger se nos aparece, así, como un arquitecto que construye teología. El Opúsculo lo que hace es dar transparencia al proceso creativo que convertía la teología de la luz y de la música en estilo gótico.

Puede afirmarse que Saint-Denis es una insuperable paráfrasis de la teología del Pseudo-Dionisio Areopagita. Suger no «inventó» las formas del nuevo estilo como ilustración de sus ideas, pero percibió las posibilidades simbólicas latentes de la arquitectura románica borgoñona y normanda. Estos modelos los convertiría en vehículos de su experiencia teológica. Lo que en última instancia explica la transformación del románico en gótico es su deseo primordial de conjuntar la traza de un edificio religioso y una visión religiosa.

Suger tuvo especial cuidado en la ceremonia de consagración de Saint-Denis (11 de junio de 1144) de que el homenaje que se rendía a San Dionisio fuera también un homenaje al rey de Francia. Para la concepción propia de la realeza teocrática medieval en Francia, el rey, en el siglo XII, es un retrato de Cristo. El rito de la coronación le transformaba sacramentalmente en un Christus Domini, esto es, en una persona con rango episcopal y en una imagen de Cristo[5]. La consagración de la iglesia no era sino la primera ceremonia litúrgica en que iban a converger las esferas monárquica y teológica. Suger tenía sin duda en mente esta función político-religiosa de su iglesia cuando proyectó su templo como un typos de la visión dionisiana del cielo (de la Jerarquía Celeste del Areopagita). Precisamente porque evocaba el arquetipo místico del orden político de la monarquía francesa, el estilo de Saint-Denis fue adoptado para todas las catedrales de Francia y se convirtió en la expresión monumental de la idea capeta de la realeza.

 

 

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Sens y la fachada occidental de Chartres.—

La catedral de Sens es la primera en estilo gótico del mundo. Su construcción, iniciada entre 1130 y 1140, se debe al arzobispo Enrique el Verraco, y en ella se aprecia la influencia de las ideas de su amigo San Bernardo.

Después de Suger y del obispo Enrique, el otro miembro del triunvirato de los orígenes del gótico es el obispo de Chartres, Godofredo de Lèves, amigo de los dos anteriores, e incluso de Pedro Abelardo, al que defendió en el Concilio de Soissons de 1121, pero al que abandonó en 1131. Godofredo era un auténtico hombre de Estado, legado papal durante quince años y presente en no menos de diez Concilios. Teólogo eminente, a él se debe el esplendor incomparable de la Escuela de Chartres, donde trabajaron bajo su protección los cancilleres nombrados por él: Bernardo de Chartres (magister scholae entre 1114-1119; canciller entre 1119-1126, es decir, hasta poco antes de su muerte), Gilberto de la Porrée (1080-1154; llegó a ser obispo de Poitiers en 1141 o 1142) y Thierry de Chartres. También impartieron allí enseñanza bajo su protección Guillermo de Conches († ca. 1154) y Ricardo el Obispo († 1182; se trata del Maître Richard l’évêque, archidiacre de Coutances y después obispo de Avranches; fue maestro de Juan de Salisbury).

La Escuela de Chartres conocía por Euclides (matemático griego que publicó los Elementos en Alejandría hacia el 300 a. C.) la importancia matemática que tenía la sección áurea. Thierry de Chartres poseía los Elementos en la traducción latina del inglés Adelardo de Bath (ca. 1070 – ca. 1142). También en el Almagesto del científico greco-romano, nacido en Egipto, Claudio Ptolomeo (ca. 90 – ca. 168) podía aprenderse a construir la sección áurea geométricamente. La propuesta de Otto von Simson es que el sistema geométrico empleado en la fachada occidental de Chartres lo obtuvo su maestro rector de la prestigiosa Escuela catedralicia de la ciudad. Con mayor perfección aún que en Saint-Denis, esta fachada evoca el carácter místico del templo como «Casa de Dios y Puerta del Cielo». En torno al Pantocrátor aparecen los coros de ángeles y santos en el  «concierto» de la jerarquía celestial. En «medida, número y peso», Thierry de Chartres trató de aprehender el principio básico de la Creación. Es posible que pudiese ver el soberbio tributo a ese principio encarnado en el Pórtico Real. Por último, no comparte Simson la crítica que le hizo Ernst Gall en 1955 al arqueólogo medievalista Sumner McKnight Crosby (1909–1982), tratando de demostrar que Saint-Denis no es la primera iglesia gótica del mundo, basándose en que en época de Suger no se había construido la nave y en que no se contempló la importancia de la elevación en altura en el nártex y en la cabecera, así como que el edificio carece de claridad espacial, argumentos todos ellos muy endebles para Simson, que, además, no son ciertos en el caso de Saint-Denis ni tampoco de Chartres.

                                                           

                                                                                  File:Gulden snede 02.jpg

 

La sección áurea consiste en la división de una línea recta en dos partes desiguales, de tal manera que la parte más pequeña está en la misma proporción con respecto a la parte más grande que ésta con respecto al total.

BE:EC  = EC:BC

Es decir, el segmento BE está en la misma proporción respecto al segmento EC que éste respecto al segmento BC (BE + EC).

Para dividir una línea por la sección áurea, se proyecta el cateto más pequeño sobre la hipotenusa (obteniéndose el punto D). Un segundo arco desde el punto D hasta el cateto largo da el punto E, el cual divide BC en la proporción de la sección áurea.

 

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PARTE TERCERA: LA CULMINACIÓN.—

El palacio de la Virgen.— La principal reliquia de la catedral de Notre Dame de Chartres era la túnica o camisa que llevaba puesta la Virgen cuando el nacimiento de Cristo (la sancta camisia o Sagrada Túnica). Fue regalada a la basílica por Carlos el Calvo en 876. Se creía firmemente desde entonces que Dios había elegido Chartres como la primera iglesia de la Galia que tendría acceso al misterio de la Encarnación. Desde ese momento, se convirtió Chartres en el centro indiscutible del culto mariano en Francia. El incendio que destruyó el templo en su práctica totalidad, a excepción de la fachada occidental, en la noche del 10 al 11 de junio de 1194, produjo una enorme impresión en Chartres y en toda Francia. Conocemos los detalles del estado de ánimo subsiguiente, gracias a un tratado anónimo de hacia 1210, quizás escrito por un clérigo, titulado Milagros de la Santísima Virgen María en la Iglesia de Chartres. En un principio se creyó que la sancta camisia había sido destruida por las llamas, lo que se interpretó como una clara señal del abandono de la Virgen a la ciudad, la cual habría perdido, quizás para siempre la protección de su Señora. Por fortuna no había sido así, y cuando de nuevo fue procesionada la reliquia ante los atónitos ojos de los habitantes de Chartres, creyóse, por el contrario, que el incendio había sido un signo de que la Virgen deseaba que se le construyera una Casa aún más hermosa. Cuando se produjo la catástrofe, encontrábase en la ciudad el cardenal Melior de Pisa[6], legado pontificio en Francia, quien fue en gran medida el responsable de que tanto el capítulo de la catedral como los habitantes de Chartres pasasen de la desesperación al entusiasmo. Él fue quien con sus elocuentes palabras convenció al capítulo y a las gentes de Chartres de que la mejor respuesta posible a lo que había sucedido era construir otro templo, esta vez grandioso e incomparable. Poco antes del incendio, había ayudado al obispo de Chartres, Renaud de Mouçon[7], a culminar la reforma administrativa de la «gran diócesis», que era como se conocía a Chartres en Roma. Para Melior se trataba, en cuanto al nuevo templo, de un acto de edificación espiritual, de una obra de penitencia. Además de los motivos espirituales, estaban los políticos y económicos. La vinculación entre las festividades religiosas, las ferias y la prosperidad económica de una diócesis, una comarca o una región, estaba por entonces indisolublemente trabada. Las cuatro mayores ferias de Chartres coincidían con las festividades de la Virgen: Purificación, Anunciación, Asunción y Natividad. Artesanos, comerciantes y campesinos se beneficiaban mucho económicamente de la celebración de tales festividades. Entre los donantes del nuevo templo están los gremios profesionales, quienes donaron (los comerciantes, carniceros y panaderos) los medios para realizar las cinco grandes ventanas del chevet (capilla mayor) que honran a la Virgen. Las ferias de la Virgen tenían lugar en el cloître de Chartres, esto es, en las calles y plazas adyacentes a la catedral, que eran propiedad y estaban bajo la jurisdicción del capítulo catedralicio y no del conde de Chartres. No era concebible la actividad de los gremios y de las corporaciones artesanas en Chartres al margen de la catedral y de la vida religiosa. La construcción del nuevo templo permitió inaugurar nuevos recursos naturales, desarrollar extraordinariamente nuevas ideas y destrezas técnicas, crear nuevas profesiones y dar trabajo a mucha gente. Entre las nuevas técnicas, el desarrollo del gremio de canteros, de vidrieros y de la estática[8] fue importante.

El enorme atractivo de las reliquias, primero, las donaciones siempre, y las indulgencias a partir del siglo XIII permitieron la financiación de la construcción de las grandes catedrales góticas. En el caso de Chartres, el propio capítulo con su obispo al frente se habían comprometido a entregar casi todas sus rentas durante tres años. Se trataba de la mayor diócesis de Francia, con un área de 100 por 130 millas, en donde había 911 iglesias parroquiales, sin contar las de Chartres, que en 1194 contaba con diez mil habitantes. Sólo en grano y plata obtenía el obispo una renta anual de un millón y medio de dólares de 1955. El deán, superaba los 700.000 dólares (de 1955) de renta anual. No digamos el capítulo, que superaba ampliamente al obispo. Pero la magnificencia y envergadura del nuevo Palacio de la Virgen necesitaban mucho más. Fue una feliz coincidencia que por ese tiempo se terminase el enfrentamiento entre el conde de Chartres y la Corona, anudándose unos lazos muy firmes entre la Casa del conde de Chartres y los Capetos. El obispo de Chartres era nombrado por el rey, de tal modo que esta sede episcopal era una punta de lanza de los Capetos en un territorio hasta entonces hostil. Thibaut IV el Grande, conde de Chartres y dueño de Champagne y de Blois, era nieto de Guillermo el Conquistador, y, durante mucho tiempo, enemigo de Luis VI y de Luis VII de Francia. Ya hemos visto la labor de Suger a favor de establecer sólidos vínculos entre ambas Casas. Ahora, tanto una Casa como otra, una vez que se anuden los vínculos de parentesco, rivalizarán en el engrandecimiento de la catedral, máximo símbolo de la devoción a la Virgen en el reino. Ya Luis VII nombró Gran Maestre y Senescal de Francia a Thibaut V, hijo de Thibaut IV.

 

 


 

                                             -Alix, Alice o Adèle de Champagne (reina de Francia desde 1160).

                                             -Thibaut V († 1191) ↔ Alix, Adèle o Alice de France (1150-1195).

            Thibaut IV (hijos)             -Cardenal Guillermo de Champagne, entre 1164-1176 obispo de Chartres.

                                             -Agnès de Champagne → madre del obispo de Chartres, Renaud de Mouçon.

 

 

 

            Luis VII ↔ en 1137 con Leonor de Aquitania (anulado por el Papa en 1152): tuvieron a Alix de France.

            Luis VII († 1180) ↔ en 1160 con Alix (Adèle o Alice) de Champagne (1140-1206): hijo, Felipe Augusto.

            Felipe II Augusto, hijo de Luis VII, rey entre 1180 y 1223.

 

La alianza entre ambas Casas se hizo patente en 1167 y en 1188. En 1167, el conde de Chartres, Thibaut V, y su hermano, el cardenal Guillermo de Champagne, entonces obispo ya de Chartres, apoyaron a Luis VII frente al rey de Inglaterra. En 1188, cuando el rey Felipe Augusto marchó a Tierra Santa, dejó un Consejo de Regencia compuesto por tres personas: la Reina Madre (su madre, Alix de Champagne), el cardenal Guillermo de Champagne (hermano de la Reina Madre, y, por tanto, tío del rey) y Alix de France (hermanastra de padre del rey), entonces condesa de Chartres.

El contencioso de 1192 entre la condesa viuda de Chartres y el capítulo catedralicio en torno a los avoués (reconocidos) de Notre Dame de Chartres, ya que pertenecían a la jurisdicción del capítulo y no a la del conde (con lo que éste perdía ingresos), resolvióse amistosamente gracias al parentesco entre la condesa viuda Alix de France y el obispo Renaud de Mouçon (Alix era tía política de Renaud de Mouçon). La comisión creada por Celestino III dio la razón al capítulo, transigiendo la condesa viuda. Pero la victoria del capítulo catedralicio congraciaba a éste con la ciudad, aumentando así la disposición de sus habitantes cuando se les requiera esfuerzos para la construcción del nuevo templo. No obstante, este edificio inigualable es la obra de toda Francia. Donación de los gremios, del capítulo catedralicio, de las grandes familias feudales de Francia, de los condes de Chartres y de la Corona.

Donación de la reina Blanca[9], madre de San Luis (Luis IX): todo el conjunto de la fachada norte, integrado por el rosetón y las ventanas ojivales, donde se ensalza a la Virgen María y a sus antepasados bíblicos.

Donación de Pedro de Dreux, duque de Bretaña: todas las ventanas del transepto sur, a las que habían precedido las estatuas de la gran portada sur. Una donación tan importante, que es similar o casi supera a la de la propia reina Blanca, sólo se explica por la especial protección de que gozaba Pedro de Dreux del rey Felipe Augusto y como signo de lealtad a la monarquía. Mientras las otras grandes familias feudales sucumbían ante el irresistible ascenso de los Capetos, el ducado de Bretaña se engrandecía. La actuación del duque fue un acto de propaganda política, además del hecho de que la importante colonia de bretones de Chartres contribuyó de manera entusiasta a la construcción del templo.

La catedral de Chartres.— Su construcción supuso el mayor esfuerzo económico de un proyecto público de toda la Edad Media. La construcción avanzó de oeste a este, estando terminada la cabecera en 1220; es decir, que la construcción sólo tardó 26 años (desde 1194). La iglesia del primer tercio del siglo XI, construida por el obispo Fulberto de Chartres, la conocemos relativamente bien gracias a una miniatura realizada por Andrés de Mici (seguramente monje de Saint-Mesmin de Mici, cerca de Orleans), en la que se ve el interior de la iglesia románica. La miniatura forma parte de un manuscrito del siglo XI (durante mucho tiempo en la Biblioteca Municipal de Saint-Étienne, en la región del Loira, y hoy ya devuelto a Chartres), escrito para el capítulo de Chartres, con el obituario de la iglesia. Tras morir Fulberto el 10 de abril de 1028, un discípulo suyo, Sigon, ordenó insertar en el obituario-martirologio un tumulus (panegírico ilustrado del difunto; sólo una de las tres ilustraciones que se hicieron se conserva, la de Andrés de Mici).

En la época en que se estaba construyendo Chartres, aún había importantes pervivencias de las ideas neoplatónicas de su célebre Escuela catedralicia. Puede decirse que era la tradición la que moldeaba a sus eruditos. Al obispo Godofredo de Lèves le sucedió inmediatamente su sobrino, Gosselin de Musy (1148-1155). Probablemente terminó él la fachada occidental. Su sucesor, el obispo Roberto el Bretón († 1164), es posible que viese terminado el vieux clocher (viejo campanario). Le sucedió en la sede episcopal Guillermo, cardenal de Champagne, discípulo de Pedro Lombardo, y hombre de ilimitados recursos e influencia, debido a su parentesco. El siguiente fue Juan de Salisbury (1176-1178), el más célebre de todos los obispos de Chartres, y que hizo un gran esfuerzo por mantener viva la tradición neoplatónica de la Escuela catedralicia. Conocía muy bien las enseñanzas de Thierry de Chartres, y, a través de su propio maestro Guillaume de Conches, las del hermano mayor y predecesor de Thierry, Bernardo de Chartres, al que Juan de Salisbury consideraba «el más perfecto platónico» de su siglo. Juan también era un gran admirador de la corriente religiosa liderada por San Bernardo de Claraval. Para Juan de Salisbury, la música abarca todo el universo, reconciliando la disidencia de la infinidad de los seres mediante la ley de la proporción: «esta ley armoniza las esferas celestiales y gobierna el cosmos al igual que al hombre». Sigue a Platón en la teoría de que «el alma se dice compuesta de consonancias musicales». De ahí que la música sea lo más apropiado para educar y elevar al alma hasta Dios. También Juan de Salisbury acepta el papel dominante de las tres consonancias musicales pitagóricas: la octava (1:2), la quinta (2:3) y la cuarta (3:4). Juan de Grocheo (Johannes de Grocheio, ca. 1255 – ca. 1320), teórico musical parisino, también conocido como Jean de Grouchy, explica esta preeminencia pitagórica con una referencia a la Trinidad. La supervivencia de las ideas neoplatónicas en Chartres a finales del siglo XII se ve confirmada por un discípulo de Juan de Salisbury, llamado Pierre de Blois (ca. 1135 – ca. 1203), que fue tutor de Guillermo el Bueno de Sicilia y trabajó al servicio de Enrique II Plantagenet de Inglaterra, siendo nombrado archidiácono de Bath (al SO de Inglaterra). A Juan de Salisbury le sucedió Pedro de Celle (ca. 1115 – 1183) como obispo de Chartres. Primero fue abad de Celle y después de Saint-Remi de Reims. Había sido educado en Saint-Martin-des-Champs. Era un apasionado de la arquitectura, pero ni le interesaba la política, como a Suger, ni era un humanista, como su amigo Juan de Salisbury. Pedro de Celle era un predicador, un hombre austero, de inclinaciones ascéticas y místicas, que se consideraba discípulo de San Bernardo. El siguiente obispo fue Renaud de Mouçon. Durante el largo tiempo que ocupó la sede de Chartres, el cargo de canciller de la Escuela catedralicia estuvo durante unos años (aprox. entre 1200 y 1213) en manos de Pierre de Roissy, quien escribió un Manual sobre los Misterios de la Iglesia, cuya primera parte está dedicada a una interpretación alegórica de la basílica cristiana, una alegoría que se halla muy cerca de la verdadera arquitectura de su época. En ese tratado, se ocupa el autor del significado simbólico del cuadrado, que recuerda para él la perfección moral del hombre y la «unidad» de la Ecclesia, místicamente prefigurada en el Arca de Noé y en el Templo de Salomón. Es muy posible que esta alegoría de Pierre de Roissy tome como modelo la catedral de Chartres.

La metafísica medieval concebía la belleza como la splendor veritatis, como la manifestación de leyes objetivamente válidas. Así, el alzado de Chartres. La perfección de este gran sistema arquitectónico es la perfección de sus proporciones, obtenidas mediante una exacta determinación geométrica. La belleza de las proporciones se entendía como una función de las leyes que aseguraban la estabilidad y el orden del edificio. El interés del arquitecto por ese orden y su indiferencia por lo decorativo y efectista, es lo que hace de esta catedral una obra tan imponente. Más que el uso de las proporciones matemáticas, más incluso que la exactitud con que son llevadas a la práctica, lo decisivo es la pertinencia estética y estructural de la proporción. En esto se diferencia claramente el gótico del románico. Un buen ejemplo sería la iglesia románica alemana de San Miguel de Hildesheim.


 

[1] Otto von Simson parece no tener aquí en cuenta la radical diferencia entre la primacía de la luz coloreada en las edificaciones góticas primeras de la Isla de Francia, y la luz blanca de las iglesias abaciales cistercienses. Esta diferencia la señala muy expresamente Erwin Panofsky.

[2] Foire du Lendit (Feria de Lendit), celebrada entre el 11 y el 24 de junio, entre Saint-Denis y París. «Lendit» proviene del latín «indictus», a través del francés «l’endice» (= fijar un lugar de encuentro).

[3] Hoy, en 2013, Saint-Denis pertenece al Departamento nº 93 (Seine-Saint-Denis), al NE de París. Se accede por la A1, después de atravesar la Porte de la Chapelle.

[4] San Dionisio. Según San Gregorio de Tours fue martirizado hacia el 250 con sus compañeros, un sacerdote, Rústico, y un diácono, Eleuterio. Fue el primer obispo de París. El lugar de martirio sería la colina de Montmartre. Según una leyenda, Saint-Denis recogió su cabeza y recorrió con ella la distancia de seis km, hasta el lugar donde posteriormente se erigió la iglesia abacial engrandecida por Suger. Según otra tradición, fue martirizado en la Île de la Cité en 258, en tiempos del emperador Valeriano. Santiago de la Vorágine le dedica el capítulo CLIII de La leyenda dorada, identificándolo con el Dionisio Areopagita convertido por San Pablo en el Areópago de Atenas. En este texto hagiográfico, se le sitúa en la época del papa San Clemente, que sucedió a San Pedro, siendo Dionisio enviado por el Papa a la Galia. El martirio lo sitúa en tiempos de Domiciano (año 96), cuando Dionisio tenía 90 años.

[5] Véanse al respecto los estudios de Ernst Hartwig Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval (1957) (Madrid, Akal, 2012), y de Walter Ullmann, Principios de Gobierno y Política en la Edad Media (1961) (Madrid, Revista de Occidente, 1971).

[6] Falleció en Francia en 1197 o 1198. Había accedido al capelo cardenalicio en el Consistorio del 6 de marzo de 1185. Participó en la elección de cuatro Papas: Urbano III (1185), Gregorio VIII (1187), Clemente III (1187) y Celestino III (1191), que fue quien le nombró legado pontificio en Francia.

[7] Reginald of Bar, obispo de Chartres entre 1182-1217; por su madre (Agnès de Champagne, una hija de Thibaut IV el Grande, y, por tanto, tía de Felipe Augusto), era primo de Felipe Augusto, rey de Francia. También por su madre era sobrino del cardenal Guillermo de Champagne y de la hermana de éste, la reina de Francia, Alix de Champagne (esposa de Luis VII).

[8] El más destacado representante de la estática medieval es Jordanus Nemorarius (Jordanus de Nemore), cuyo más antiguo tratado atribuido fechaba Pierre Maurice Marie Duhem (Les origines de la statique, 1905) «como muy tarde» en el siglo XII. Ernst Moody y Marshall Clagett (The Medieval Science of Weights, Wisconsin, 1952) piensan que enseñaba matemáticas en la Facultad de Artes de París en la 1ª mitad del siglo XIII. Estos mismos estudiosos consideran el Liber de ratione ponderis como la obra maestra de Jordanus.

[9] Blanca de Castilla (1188-1252), hija de Alfonso VIII de Castilla y esposa del futuro Luis VIII de Francia desde el 22 de mayo 1200. Reina consorte desde el 14 de julio de 1223, fue nombrada regente, debido a la muerte de su esposo, en 1226, hasta que su hijo, Luis IX, se hizo cargo de los asuntos de Estado a partir de abril de 1235.