Sofismas en torno a la pintura

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

El diccionario define el término sofisma como la argucia, razón o argumento aparente con que se quiere defender lo que es falso. En este sentido, la pintura de nuestro siglo ofrece numerosos ejemplos en que no sólo el pintor recurre a sofismas (que afectan tanto a la técnica como al contenido y la forma) al realizar su trabajo, pretendiendo así proporcionarle una apariencia de verdad inconcusa que en rigor no tiene, sino también el historiador de arte y el crítico al enjuiciar aquél. Semejante recurso, sin embargo, se ha hecho particularmente visible y ha dado muestras de una desenfrenada incontinencia en lo que respecta al ejercicio y apreciación de la pintura de los últimos quince o veinte años. Amparándose en una equívoca y ambigua «lógica interna del arte moderno», a la que se entroniza como sacrosanto rasgo distintivo de la contemporaneidad artística, el pintor, el historiador de arte y el crítico otorgan a veces estatuto de validez a productos de dudosa categoría estética, esto es, substraídos a ciertas leyes del arte que son, primordialmente, las de la forma, pero también las de la técnica. El arte deviene moderno cuando alcanza la anhelada autonomía y se convierte en sujeto, lo cual quiere decir, entre otras cosas, que se libera de la postración vicaria en que la realidad y la naturaleza lo habían mantenido hasta entonces, para ser él mismo ya una realidad independiente, que sólo atiende a sus propias reglas y a su íntima naturaleza estética. De igual modo, y en reciprocidad con ello, que los elementos y materiales que lo distinguen frente a otras actividades del espíritu, son elementos y materiales estéticos, que, en el caso de la pintura, se llaman dibujo, color, forma y composición. Por supuesto que estoy de acuerdo con aquella «lógica interna del arte moderno», en cuanto que el arte es una realidad diferente de la cotidiana que nos rodea, es decir, en cuanto que es una realidad estética, pero con el mismo énfasis reivindico la «lógica interna del arte», entendiendo por tal no solamente la que se rige por las leyes del discurso estético, que pueden parecer absurdas o contradictorias, sin serlo, desde una perspectiva no estética, sino también, y de manera esencial, la que se subordina, en el caso de la pintura, a las leyes del dibujo, el color, la forma y la composición. El arte puede ser invención, pero nunca capricho o arbitrariedad, no de los temas, donde sí que son lícitos, sino respecto de las leyes que rigen su estructura interna. Si un cuadro, pongamos por caso, no se somete a esas leyes, no es arte. Y la razón de ello estriba en que el arte, al menos el que presenta un carácter físico tangible, es principalmente eso, estructura (podría pensarse que ello no concierne al conceptual tautológico, pero incluso en este caso extremo se hace indispensable hablar de una estructura eidética). La «lógica interna del arte moderno» no puede erigirse en patente de corso para, al cobijo de las sedicentes «obsesiones del artista», hacer tabula rasa de aquellas leyes. Ya sé que la habilidad o, mejor, la creatividad de un pintor no puede juzgarse a estas alturas del siglo por la «corrección» de las formas que emplea, pero creer, según opinan algunos críticos e historiadores de arte, que el juicio estético debe fundamentarse en lo que aquéllas tengan de «personal e intransferible», no resuelve, por incompleto, qué debe juzgar el crítico. A diario se nos ofrecen multitud de formas plásticas «personales e intransferibles» (en el fondo todas lo son, pues hasta cuando se pretende copiar a la naturaleza o a otro artista, subsiste una interpretación inalienable) que, sin embargo, son torpes y carecen de pericia. Si se trata de un pintor figurativo, que usa soportes y técnicas tradicionales y, además, extrae sus motivos de la naturaleza, bien sean figuras o paisajes, al margen de la singularidad de sus símbolos y asociaciones, el juicio debe extenderse necesariamente a la dicción pictórica y a las líneas del dibujo, no tomando como modelo, en el supuesto de que ese pintor sea de este tiempo, una caduca «corrección» académica, sino una corrección ínsita también del arte figurativo contemporáneo, esto es, que la pincelada se aplique con destreza y agilidad en el toque y el dibujo posea garbo y soltura, seguridad.

Quizá en todo esto haya tenido su parte de responsabilidad la facilona y, de otro lado, comprensible predilección de algunos críticos e historiadores de arte, por no hablar del gran público, por los iconos vinculados o próximos al movimiento surrealista (también, pero en menor medida, al simbolismo), el menos consistente de todos los de la vanguardia histórica (caso muy dispar es el del expresionismo del periodo de entreguerras, aunque algunos de sus códigos lingüísticos se tergiversen y se disfracen en la posmodernidad de un vago e impreciso romanticismo crepuscular), no sólo por la producción de sus protagonistas, quienes, salvo honrosas excepciones, suelen proponernos imágenes demasiado literarias y muy poco estéticas que constituyen la delicia de los escritores que hablan de pintura pero a los que no les interesa el arte, sino porque ha sido pábulo de todo tipo de confusiones sobre cuáles sean los lenguajes de éste, sirviendo a la vez de pretexto, dado que lo único importante es la «originalidad de los motivos y la imaginación del artista», para hacer pintura de sospechosa calidad formal y técnica, aunque, eso sí, ahíta de un «personalísimo discurso narrativo» y de eso que ahora se llama, sin que nadie sepa muy bien qué significa, «concepto». Se arrincona, así, el cómo y se enaltece exageradamente el qué. El contenido subyuga y devora con apetito insaciable a la forma. La pintura termina convirtiéndose en dilecta ocupación de psicoanalistas y eruditos autosatisfechos de comprobar sus muchos conocimientos, cuando no en una búsqueda detectivesca cuyo fin es descifrar complejos y ocultos significados.

Esto del significado y del simbolismo escondido de los cuadros, tan grato a determinados críticos e historiadores de arte (quienes por doquier encuentran ejemplos donde acomodar las brillantes conclusiones de la escuela iconológica), aunque también a ciertos pintores neofigurativos, hasta el punto de que al final del catálogo editado a propósito de la reciente exposición de uno de ellos en una galería madrileña se incluye un pormenorizado vocabulario iniciático escrito por el artista y destinado a orientar a los espectadores por entre el intrincado dédalo de una simbología secreta, aquel reino de las alusiones veladas o prácticamente indescifrables, decía, se ha puesto muy de moda a partir de mediados los setenta. La verdadera pintura es pensamiento, pero pensamiento, no simple y necio, sino claro y distinto, como diría el padre de la filosofía moderna. Una pintura, tanto da que sea abstracta como que sea figurativa, necesitada de demasiadas explicaciones del autor, es, dígase lo que se quiera, una pintura obtusa, vocablo éste cuyo origen etimológico es muy preciso: algo romo y sin punta. Estimar, como así lo hago, que la pintura debe defenderse por ella misma y sus solos medios, ni mucho menos significa que reclame el imperio de lo obvio y de lo preestablecido. Dificultad, sí, pero la que enriquece el intelecto y estimula el entendimiento, no la que se refugia en ocurrentes proposiciones y juegos de adivinanzas.

Permítaseme una brevísima consideración postrera. Difícilmente un pintor de nuestros días, que no haya cumplido todavía los cuarenta años y se halle, por tanto, en permanente evolución, puede haber conseguido la ambicionada madurez creadora.

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 28 de marzo de 1998