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Estados de conciencia Una veintena de aguafuertes y litografías de Antoni Tàpies de los años 70 y 90. Grabado. Antoni Tàpies. Fundación Pablo Ruiz Picasso. Málaga. Plaza de la Merced, 15. Hasta el 14 de enero de 2001. A estas alturas de su trayectoria vital y artística, resulta evidente que no constituye ninguna novedad ponderar las circunstancias biográficas y las cualidades estéticas que han hecho desde hace varios decenios de la obra de Antoni Tàpies (Barcelona, 1923) una de las contribuciones plásticas más eminentes y originales a nivel mundial de toda la segunda mitad de este siglo, aunque tampoco estaría de más recordar algunas de ellas en una ciudad como Málaga, quizás la única gran capital española donde los aficionados se han visto invariablemente privados de contemplar de manera directa las creaciones del gran artista catalán, por no hablar de la práctica inexistencia de sus obras en nuestras colecciones públicas y privadas, un clamoroso vacío que, aun cuando sea muy parcialmente, viene en parte a llenar la compra que hace unos años hizo la Fundación Picasso de piezas gráficas editadas por la Polígrafa de Barcelona, de las que ahora se exponen estos veinte grabados realizados en su mayoría en los setenta, salvo un par de aguafuertes con carborundum de 1990. Entre aquellas circunstancias y cualidades, deben especialmente subrayarse las particulares condiciones en que el joven Tàpies inicióse por vez primera en los insondables misterios de la creación artística, casualmente descubiertos durante el prolongado período en que estuvo entonces convaleciente de una grave enfermedad; la ferviente adhesión juvenil a los postulados del surrealismo, movimiento del que, sin embargo, apartóse relativamente pronto, una decisión influida sin duda por el conocimiento del informalismo y en parte también por el ejemplo siempre provocador y estimulante de su admirado Joan Miró, de los que aprendió la radical autonomía que en sí debe poseer la obra plástica y cómo ésta debe hacerse al margen de cualquier retórica y exceso de contenido literario; la revelación inagotable del pensamiento y de las estéticas de Asia, abundantísimos caudales nutricios para el espíritu en los que Tàpies ha bebido insaciablemente, convirtiéndolo en uno de los más lúcidos y preclaros artistas occidentales en tender puentes con la espiritualidad de Oriente, desde los bellos signos de la caligrafía hasta el sentido de la existencia, búsqueda de la unidad que supere la dualidad de fuerzas contrarias; la explicación del mundo a partir de la dimensión de lo sagrado, la cual alienta desde el fondo más íntimo del ser de las cosas, pero no entendida en su acepción trascendente cristiana, sino atenida al sentido de la tierra y a la unión indisoluble entre el espíritu y la materia, según ha recordado entre nosotros José Ángel Valente, penetrante y sutil intérprete de la obra tapiana; la creencia en un hilo de lectura universal que atraviesa todas las obras de arte importantes, de cualquier tiempo y lugar; el despojamiento de lo accesorio y la recuperación de lo ínfimo y humilde; en fin, el compromiso con la utopía, la ética, la justicia y la dignidad del ser humano sobre la tierra. Tatuajes
sobre la piel, como han sido poéticamente llamadas, son estas obras de Tàpies,
en las que el signo, la línea, el gesto y la mancha tratan de emular sobre la
superficie de la plancha la unidad del cosmos, plasmando lo que el propio autor
ha calificado de «estados de conciencia». ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 6 de enero de 2001
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