La pintura de Esteban Vicente: la creación de un

ambiente y de un estado mental

 

 

ENRIQUE  CASTAÑOS

 

 

La posición de Esteban Vicente (Turégano, Segovia, 1903 – Bridgehampton, Long Island, Nueva York, 2001) en el panorama de la pintura española de la segunda mitad de la pasada centuria, está condicionada, sin duda, por su temprana marcha a los Estados Unidos, en 1936, pocos meses después del estallido de la Guerra Civil española, país del que adoptaría la nacionalidad en 1940 y que acabaría influyendo de manera decisiva, a través del expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, en el desarrollo de su pintura. Pero sería muy arriesgado incluir a Esteban Vicente en el expresionismo abstracto estadounidense, a pesar de su amistad con muchos de sus principales representantes y de la vinculación formal de su obra con más de un presupuesto estético del informalismo norteamericano. Cuando se celebró en Madrid, en 1987, en la Fundación Banco Exterior de España, la primera gran muestra retrospectiva de Esteban Vicente en nuestro país, Elizabeth Frank escribió un texto, citado por Valeriano Bozal en su Arte del siglo XX en España, en el que, entre otras cosas, afirmaba: «Vicente, que lleva en la sangre la tradición española, nunca es más español que cuando se identifica plenamente con la Escuela de Nueva York, y nunca es más tradicional que cuando abraza de nuevo el modernismo. La pureza de su abstracción, que se remonta a su propia interpretación del cubismo analítico y del collage, es un corolario de la pureza del arte español. A pesar de la indudable influencia de Matisse y Cézanne en la obra de Vicente, sobre todo en su sentido de la relación de planos y su magnífica composición cromática, nuestro pintor incorpora siempre los elementos de la pintura francesa a la tradición española y no al contrario. El diseño preciso, casi brusco, rectilíneo de sus cuadros, collages y dibujos de principios de los cincuenta  —diseño que sigue presente en su obra a pesar de su posterior evolución hacia formas suaves y curvas—  nos recuerda sobre todo a la geometría de Zurbarán y a la tierna claridad de Gris. El espacio luminoso y sosegado de sus cuadros y collages evoca la gran espiritualidad de El Greco y de Ribera, las transparencias de Velázquez, el amor puro por la pintura presente en Goya». Es decir, que Esteban Vicente, según la percepción crítica estadounidense en general, no por haber vivido toda su vida como pintor en América, ha dejado de ser un artista marcado e influido por la tradición española, y aunque, como observa Bozal, pueda haber algo de tópico en la apreciación de Frank, no cabe duda que muchas de sus afirmaciones son exactas. Pero también cabe otra afirmación complementaria a la anterior, a saber, que Esteban Vicente, si se le analiza en el contexto de una historia del arte español del siglo XX, es un creador atípico, profundamente marcado por la evolución de la gran pintura norteamericana, más incluso que José Guerrero, que en una fecha relativamente temprana, 1965, alternó su residencia entre España y Estados Unidos.

Esta exposición, que es la primera que se celebra de Esteban Vicente en Andalucía, y que está formada por cincuenta obras, entre óleos y dibujos, provenientes del Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, arranca con un magnífico lienzo de 1925, precisamente el año en que Ortega y Gasset publica La deshumanización del arte, un breve y decisivo ensayo en donde traza las líneas esenciales de lo que él llama «arte nuevo» en España, cuyo rasgo más notable es que se trata de un «arte artístico», esto es, «plástico», y el año también en que se celebra en el Retiro madrileño la exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, tradicionalmente considerada como el punto de partida de la renovación artística en nuestro país. El cuadro en cuestión es Bodegón con “Le Crapouillot”, una obra que, por la preocupación por la estructura y la construcción de las formas, remite indudablemente a Cézanne, pero que por su delicadeza y suavidad en la aplicación de los pigmentos, participa de la atmósfera del Joaquín Sunyer de 1919-1920. Una rápida comparación  con una obra representativa del pintor de Aix, Naturaleza muerta con cráneo, de 1895-1900 (Barnes Foundation, Merion, Pennsylvania) servirá para establecer las diferencias. En el lienzo de Cézanne los volúmenes no están suavemente degradados, es decir, no se advierte una declinación de la luz en las frutas, ni tampoco una moderación en el colorido, sino que hay una cierta uniformidad tonal, especialmente en el melocotón aislado. Aquí de lo que se trata es de modelar el objeto mediante sólo el color, sin recurrir a la delimitación del contorno o la distribución de las formas. Quería pintar la pieza de fruta como él la veía, es decir, como un conglomerado de distintas tonalidades. El cuadro de Esteban Vicente, que es una obra de formación, tiene también vocación de solidez, pero se advierte una inclinación poética, lírica, una suavidad tonal casi transparente que lo aproxima al Sunyer un poco anterior.

Por entonces ya hacía más de un año que había dejado la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde había ingresado en 1921 para estudiar escultura. Otro cuadro espléndido de ese mismo 1925 es el Retrato de su hermana Sagrario, magníficamente compuesto, atendiendo a la volumetría general de la figura, y con una maravillosa entonación verde botella que contrasta suavemente con el gris del fondo. La cabeza, sólida y monumental, Esteban Vicente. "Paisaje con sombrilla roja" [Landscape with a red umbrella], 1931. Óleo sobre lienzo. 33 x 41 cm. © Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente. Segovia (España).escultórica, ofrece un rostro de mirada soñadora que dialoga inevitablemente con esa mano caída, de dedos gruesos, que es el otro foco de atención visual. No puede uno por menos de acordarse de Dalí, de su Muchacha en la ventana, de ese mismo año, pero para subrayar el alejamiento de Vicente del ideario estético surrealista, a pesar de que en ese tiempo cultiva íntimas amistades entre los poetas del 27.

Del decenio de los años treinta, la muestra de Málaga exhibe varios dibujos y un óleo. Éste es de 1931. Para entonces ya había vivido Vicente durante algún tiempo en París, adonde se marchó por primera vez en 1929, después de haber hecho su primera exposición, el año anterior, en el Ateneo de Madrid, con Juan Bonafé. En París conoció a Picasso en su estudio de la rue de La Boétie y trabajó como escenógrafo. Buena parte de 1929, seis meses, los pasó en Londres. De nuevo en París, entre 1930-31, gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios, donde ahora conoce a Max Ernst. El cuadro al que hacíamos referencia, Paisaje con sombrilla roja, presenta una deliciosa entonación verdosa, que hace resaltar el negro de una de las figuras del primer término, y, sobre todo, la breve pero intensa pincelada de rojo que conforma la sombrilla, un toque encendido y vibrante de color que anima por sí solo toda la composición. Los arabescos en que parecen curvarse algunos setos y plantas a ambos lados del camino, podría recordarnos a Dufy, cuya obra seguro que conoció en París, aunque incluso se aprecian lejanos ecos formales de Van Gogh, por supuesto sin la recurrente carga subjetiva expresionista. Vicente está todavía tanteando, definiendo su lenguaje.

De los dibujos de los años treinta presentes en la exposición, el más antiguo es un dibujo a tinta en el que se ve parte de un edificio con soportales, un grupo de palmeras y unas cuantas figuras, destacando el carácter de sombreado de las formas y el equilibrio entre los espacios llenos y los vacíos, que ocupan sobre todo la zona izquierda del papel. Otro dibujo de 1933, con una figura de mujer tumbada sobre la hierba, se distingue por los trazos cortos y nerviosos de la pluma sobre el papel modelando la figura. Las acuarelas con motivos de paisaje de esos años, se caracterizan por las transparencias, la densidad de elementos y el empleo de verdes, pardos y negros, signos formales que integran las aguadas y dibujos a tinta con el mismo asunto de 1938. Hay en estos estudios de la naturaleza una observación atenta del paisaje, tratando de sintetizar y plasmar a través de un dibujo rápido pero al mismo tiempo elaborado, lo esencial de aquél. Este realismo y naturalismo en el tratamiento de las formas del paisaje, que se remonta a la Escuela de Barbizon, hunde sus raíces en el paisaje francés de mediados del siglo XIX, aunque estas aproximaciones van a ser transitorias en la poética de Esteban Vicente.

Para cuando realiza los dibujos de Martha’s Vineyard, al sur de Falmouth, en Massachusetts, hace ya casi dos años que vive en los Estados Unidos. El estallido de la guerra civil española le cogió en Madrid, pero al cabo de unos meses embarca para Norteamérica. Gracias a Fernando de los Ríos, embajador del Gobierno de la República en Washington, consigue un trabajo en el consulado español en Filadelfia, donde permanecerá hasta el fin de la contienda. En 1939 vuelve a Nueva York, donde había residido un tiempo durante el primer semestre de 1936, y en 1940 adopta la nacionalidad estadounidense. De 1941 son unos magníficos dibujos a tinta y carboncillo de desnudos femeninos, en los que, o bien inserta el volumen de la figura en el espacio con una rotundidad y construcción admirables, o bien bosqueja la figura con unos cuantos trazos y manchas, insinuando las formas del cuerpo a través de unas cuantas líneas esenciales. Este último dibujo es de una frescura y espontaneidad llenas de vida.

Los detalles biográficos pueden ser seguidos por el lector en la cronología incluida en este mismo catálogo. El dibujo a tinta y lápiz de una naturaleza muerta de 1944, supone un giro importante respecto a lo que había estado haciendo hasta entonces. Las formas se han simplificado, mejor dicho, se han reducido a sus líneas geométricas básicas, quedando el espacio de la habitación estructurado en áreas fragmentadas, unas blancas y otras sombreadas, como si se hubiese contemplado desde diversos ángulos o puntos de vista. Por un instante percibimos una clara influencia del cubismo, y en las curvas sinuosas de la mesa advertimos la huella de Picasso. Pero esta incursión será también efímera.

Las transformaciones definitivas tienen lugar hacia 1950, poco tiempo después de conocer y hacer amistad con algunas de las figuras más representativas de la pintura expresionista norteamericana, como De Kooning, Pollock, Kline, Barnett Newman, Rothko y los críticos Harold Rosenberg y Thomas B. Hess. De ese año es un óleo sobre papel completamente abstracto. Manchas grises, naranjas, amarillas, verdes y negras sobre un fondo blanco, dotadas de indudable unidad cromática y equilibrio, como si todas ellas bailasen o estuvieran suspendidas en un espacio que las acoge impidiendo que abandonen su lugar. Hay algo ya aquí del concepto de pintura all-over, es decir, aquella que se extiende más allá de los bordes de la tela, eliminando en parte el concepto de campo espacial, como hará sobre todo Pollock. El efecto general evoca lejanamente algunas composiciones de Arshile Gorky, como The Betrothal II, de 1947, del Whitney Museum, pero en Vicente no hay rastro alguno de ese automatismo pictórico de Masson reinterpretado por el emocionalmente frágil pintor armenio.

Después de un breve periodo, hacia 1956, no presente en esta exposición, en el que formas geométricas de contornos imprecisos, cuadrados y rectángulos, intensamente coloreados de rojo, naranja, negro o amarillo, destacan sobre un fondo grisáceo, obras  de un vivo cromatismo que, en nuestros días, parecen haber inspirado, o al menos guardan un incontestable parecido, con ciertos óleos del pintor «abstracto estricto» sevillano Manuel Salinas, Esteban Vicente realiza en 1958 unas estupendas composiciones, densas, empastadas, que son puros ejercicios cromáticos, aunque el color parece atemperarse, mezclando los colores, los azules, marrones, verdes y amarillos, dejando constancia de la vinculación con la pintura europea, por ejemplo con Serge Poliakoff. Pero Esteban Vicente es más gestual, su trazo es más decidido, las manchas casi se encabalgan unas sobre otras, se invaden mutuamente, produciendo una armonía tonal, un equilibrio cromático exquisito.

A pesar de ello, Esteban Vicente mantiene su independencia de criterio respecto a la gran pintura norteamericana. Piénsese en Willem de Kooning y en Jackson Pollock. De Kooning, uno de los abstractos americanos de la primera hora, había emigrado desde su Holanda natal en 1926. Su herencia es la del expresionismo, el lenguaje más áspero y violento de la vanguardia, cuyo indiscutible pater en la modernidad fue su compatriota Van Gogh. Es decir, un arte subjetivista, de raíz romántica, que exalta el color y traduce los sentimientos íntimos del artista. Hacia 1950-52 el lenguaje exasperado de Willem de Kooning está ya plenamente definido, según puede comprobarse en sus cuadros de mujeres, como Woman I, del MoMA. El crítico Thomas B. Hess, anteriormente mencionado, amigo de Esteban Vicente, escribe lo siguiente sobre De Kooning en 1967 (tomo la cita de Edward Lucie-Smith, El arte hoy, Madrid, Cátedra, 1983, págs. 72-74): «Para De Kooning es esencial incluir todo, no dejar de lado nada, aunque esto signifique trabajar en un torbellino de contradicciones, y, como se ha sugerido, un torbellino de contradicciones resulta su ambiente preferido». Ese mundo de cruda sexualidad y de violenta agitación no era ni mucho menos el de Esteban Vicente, quien compartiría estudio precisamente en Nueva York con De Kooning en 1950. De todos modos, tampoco aclaró mucho De Kooning en sus declaraciones el significado que para él tenía la abstracción, ni en 1950, en su conferencia Renacimiento y orden, donde viene a concluir afirmando que la naturaleza es caótica y que lo que tiene que hacer el pintor es empezar por poner orden en sí mismo, ni en el simposio celebrado en el MoMA el 5 de febrero de 1951, donde dijo no comprender la pregunta «¿qué significa abstracto para mí?» (ambos textos están parcialmente reproducidos en Herschel B. Chipp, Teorías del arte contemporáneo, Madrid, Akal, 1995, págs. 591-597).

Tampoco están presentes las principales aportaciones de Pollock en la obra de Esteban Vicente, el concepto de action painting y el dripping. Pollock representa, más que ningún otro artista, probablemente la vertiente más dramática y con mayor carga existencial de toda la pintura norteamericana. Su arte es un arte de crisis, una búsqueda atormentada de un lenguaje propio, que toma como una de sus principales referencias la pintura automática de los surrealistas, especialmente de Masson. El propio Pollock, en un conocido y muchas veces citado texto («My Painting», Possibilities I, Nueva York, invierno de 1947-48), reproducido fragmentariamente en la antología de Chipp, afirma que su pintura «no es de caballete» y que trabaja «más a gusto en el suelo […] pues de este modo puedo andar a su alrededor [de la obra], trabajar por los cuatro lados, y, literalmente, estar en el cuadro». También es muy interesante la narración hecha por el artista para la película Jackson Pollock, de 1951, de Hans Namuth y Paul Falkenberg, en la que, entre otras cosas, dice: «No trabajo a base de dibujos o bosquejos en color. Mi pintura es directa […] El método es el del desarrollo natural de una necesidad. Quiero expresar mis sentimientos antes que explicarlos. La técnica no es sino un medio para llegar a una afirmación. Al pintar, tengo una idea general de lo que estoy haciendo. Puedo controlar el ritmo del pintar: no es un accidente, de igual modo que no hay un principio ni un final» (Chipp, op. cit., pág. 582).

A partir de 1967 la obra pictórica de Esteban Vicente comienza a adquirir los nítidos perfiles plásticos que la singularizan en el panorama norteamericano y español. Con un empleo casi aterciopelado del color, las composiciones abstractas de sus lienzos se nos muestran como intensamente decorativas, pero al mismo tiempo de una espiritualidad profunda. Obras de ese año y de 1972 justifican la mención de Rothko, un autor clave de la Escuela de Nueva York, como ha señalado Dore Ashton en su clásico estudio (La Escuela de Nueva York, Madrid, Cátedra, 1988), precisamente por esa misteriosa dimensión religiosa o contemplativa que parece desprenderse de sus cuadros. Si comparamos las manchas de color de aquellas obras con las de los óleos de 1959, se han agrandado, desaparece cualquier trazo gestual, la superficie adquiere como una sutil y delicadísima neblina, haciendo aún más imprecisos los contornos de las formas, que se superponen o se sitúan unas a cierta distancia de otras como en estado de ingravidez, suspendidas en un espacio difuso, plenamente poético. El colorido es ahora maravilloso, lleno de matices casi imperceptibles, aunque incidiendo en el concepto de planos de color.

Pero volvamos por un instante a Rothko. Nos lo evoca inevitablemente un espléndido lienzo de 1967, en donde a medida que lo contemplamos cada vez con mayor recogimiento y atención, es como si unas formas provenientes del fondo, de unos espacios muy profundos y escondidos, emergieran, pero casi en silencio, sin hacerse apenas notar, a modo de una luz débil, apagada, que nos habla de regiones muy lejanas, íntimas, interiores, porque todo esto ocurre no en la naturaleza exterior, sino en el mundo interior del artista, aunque, a veces, Esteban Vicente, hable del mar, del cielo, del paisaje cercano.

A Rothko le preocupaba lo trascendental, o por lo menos eso parece desprenderse de su texto «Los románticos sintieron la necesidad», publicado en Possibilities I en 1947 (Chipp, op. cit., págs. 584-585). Rothko, de origen letón  —había nacido en Dvinsk, entonces bajo dominio ruso, en 1903—, trae también a Estados Unidos la herencia europea, sobre todo Matisse. A él no le interesa ya la dimensión naturalista del impresionismo, ni la pura sensación óptica, ni la traducción del color en términos puramente visuales, retinianos. La calma serenidad de los cuadros de Rothko, donde el espacio, como ha dicho Giulio Carlo Argan, es «un espacio sin personas ni cosas: un espacio no teórico, sino empírico que se percibe como sustancia extensa y vibrante del color y la luz» (El arte moderno, Valencia, Fernando Torres, 1984, pág. 624), provoca en realidad la creación de un ambiente, que incide en el alma del espectador. Una de las claves para comprender su arte es lo que le dijo a Seldon Rodman. «No me interesan las relaciones entre colores, ni las formas, ni nada; sólo me interesa expresar las emociones humanas elementales… La gente que llora ante mis cuadros tiene la misma experiencia religiosa que tuve yo al pintarlos. Y si usted, como dice, solamente se conmueve con las relaciones entre colores, entonces no comprende absolutamente nada» (citado por Anne Seymour, Beuys, Klein, Rothko. Profecía y transformación, Fundación Caja de Pensiones, 1987, pág. 11).

Antes he mencionado el término «decorativo». Hay que emplearlo con prudencia. La pintura más representativa de Esteban Vicente puede tener, y no hay nada negativo en ello, efectos agradables y decorativos, pero, ante todo, es una pintura que produce una emoción intensa, que va dirigida esencialmente al espíritu. El óleo Afternoon, de 1971, que no viene a Málaga, está resuelto en turquesas, verdes, violetas y azules, y el efecto de calma y de profundidad que provoca es de un orden distinto al puramente visual; parece tratarse de un estado mental. Incluso la sensación de profundidad Esteban Vicente. "Harriet", 1984. Óleo sobre lienzo. 172,6 x 142,5 cm. © Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente. Segovia (España).no es espacial, sino espiritual. Otro lienzo extraordinario, que sí está en la exposición, es del año siguiente, una gran composición de casi dos metros de longitud dominada por un rojo apagado, un violeta rojizo que parece atrapar la luz. En Alison Series: Harmony, de 1976, la sobriedad cromática, sólo el gris de fondo y las manchas azules que flotan en el magma, no impide, sino todo lo contrario, el sentido de homenaje, el recuerdo a Alison Peters, hija de la que era su esposa desde 1961, Harriet Godfrey Peters.  Un poco más adelante, entre 1980 y 1983, aparecen unas bandas horizontales de color, atravesando el cuadro de un extremo al otro, como a modo de estratos, naranjas, violetas apagados, pero manteniendo el mismo concepto que en los lienzos anteriores, idéntica técnica en la aplicación de la pintura.

Harriet, de 1984, es una pintura excepcional, de una intensa y luminosa belleza. En cierto modo es una obra de síntesis, pues en ella se funden las grandes zonas cromáticas que relacionaban a Vicente con Rothko, con las bandas horizontales de color de las que acabamos de hablar, y de nuevo aparecen las áreas delimitadas y aisladas que encontrábamos en los años cincuenta, pero todo ello tratado con una suavidad exquisita, otorgándole un aspecto algodonoso a los bordes de las áreas de color.

Desde principios de los ochenta en adelante, el color se multiplica, se hace más variado, mientras que las áreas o zonas en que las formas fragmentan la superficie se interpenetran, fluyen, se invaden mutuamente, al tiempo que se acentúa el desenfoque, como si se agrandase todo con una lente de aumento y lo estuviésemos viendo desde muy cerca. Las tonalidades esenciales de Esteban Vicente se mantienen, aunque se enriquecen con otras que terminarán convirtiendo estos lienzos en una verdadera sinfonía de malvas, verdes, amarillos, naranjas y azules. Sería prácticamente imposible decidirse por uno u otro de estos lienzos de un pintor que desde los años setenta, como afirma Valeriano Bozal en su texto introductorio a la colección permanente del Museo Esteban Vicente, es un clásico. Su extraordinario conocimiento de la historia de la pintura, su asimilación del color y de la luz, su sensibilidad poética en la disposición y tratamiento de las formas, han ido haciendo de Vicente un pintor clásico de la segunda mitad del siglo pasado, elevándose a unas alturas a las que muy pocos llegan. Bastaría para confirmarlo cualquiera de las obras que realiza hasta su muerte en 2001, pero yo quisiera llamar la atención sobre Soledad, de 1991, tan misterioso, con esas cuatro manchas rojas resaltando sobre el verde del fondo, con esa imprecisa atmósfera acuosa, neblinosa, en definitiva, un espacio pictórico que ciertamente crea un ambiente, predispone a la contemplación y la meditación. Gemela de la anterior, en lo que se refiere a su naturaleza espiritual, es Aquí, de 1993, con toda una gama riquísima en la mitad inferior, mientras que en la mitad superior sólo es necesaria una pequeña forma roja para encender y animar la inmensidad grisácea que hay tras ella.

 

*    *    *    *    *    *

 

Esteban Vicente’s painting: the creation of an atmosphere and of a mental state

 

ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS

 

The position of Esteban Vicente (Turégano, Segovia, 1903 – Bridgehampton, Long Island, New York, 2001) in the Spanish painting scene of the second half of last century, is determined, undoubtedly, by his early departure for the United States, in 1936, a few months after the outbreak of the Spanish Civil War, country whose nationality he would take in 1940 and that would end up by influencing in a decisive way, through the abstract expressionism of the School of New York, in the development of his painting. But it would be very risky to include Esteban Vicente in the American abstract expressionism, in spite of his friendship with many of his main representatives and of the formal link of his work with more than one aesthetic current of the American informalism. When Esteban Vicente’s first great retrospective exhibition in our country was held in Madrid at Banco Exterior de España Foundation, in 1987,  Elizabeth Frank wrote a text quoted by Valeriano Bozal in his Arte del siglo XX en España (Art of the 20th century in Spain), in which, among other things, she stated: «Vicente, who takes the Spanish tradition in his blood, is never more Spanish than when he is fully identified with the School of New York, and he is never more traditional than when he embraces again modernism. The purity of his abstraction, which goes back to his own interpretation of analytical cubism and of collage, is a corollary of the purity of the Spanish art. In spite of the undoubted influence of Matisse and Cézanne in Vicente's work, especially in his sense of the relation of planes and his magnificent chromatic composition, our painter always incorporates the elements of the French painting into the Spanish tradition and not the other way round. The precise, almost abrupt, rectilinear design of his paintings, collages and drawings from the beginning of the fifties — design that is still present in his work in spite of his later evolution towards soft and curved forms — reminds us especially of Zurbarán’s geometry and of Gris’ tender clarity. The luminous and calm space of his paintings and collages evokes the great spirituality of El Greco and of Ribera, the transparencies of Velázquez, the pure love for painting present in Goya». That is to say, that Esteban Vicente, according to the critical American perception in general, not for having lived all his life as painter in America, has stopped being an artist marked and influenced by the Spanish tradition, and although, as Bozal observes, there could be something topical in Frank's opinion, there is not doubt that many of her views are right. But there may be another complementary assertion to the previous one, it is the fact that Esteban Vicente, if he is analyzed in the context of a history of the Spanish art of the 20th century, is an atypical creator deeply marked by the evolution of the great American painting, even more than José Guerrero, who in a relatively early date, 1965, alternated his residence between Spain and the United States.

This exhibition, which is the first one that is held about Esteban Vicente in Andalusia, and which is made up by fifty works, among oils and drawings, coming from the Museum of Contemporary Art Esteban Vicente of Segovia, starts with a magnificent canvas from 1925, precisely the year in which Ortega y Gasset publishes La deshumanización del arte (The deshumanización of art), a brief and decisive essay where he draws up the essential lines of what he calls «new art» in Spain, whose most remarkable feature is that it is an «artistic art», that is to say, «plastic», and the year also when there is held in El Retiro Park in Madrid the exhibition of theSociedad de Artistas Ibéricos, traditionally considered as the starting point of the artistic renewal in our country. The painting in question is Bodegón con“Le Crapouillot” (Still Life with “Le Crapouillot”), a work that, by the concern, by the structure and the construction of the forms, refers undoubtedly to Cézanne, but that by its delicacy and gentleness in the application of the pigments, takes part of Joaquín Sunyer’s atmosphere from 1919-1920. A fast comparison with a representative work by the painter from Aix, Nature morte au crane (Still life with skull), from 1895-1900 (Barnes Foundation, Merion, Pennsylvania) will serve to establish the differences. In the canvas by Cézanne the volumes are not softly gradated, that is to say, it is not noticed either a declination of light in the fruits or moderation in the colouring, but there is a certain uniformity tonality, especially in the isolated peach. The question here is shaping the object by means of colour alone, without making use of the delimitation of the outline or the distribution of forms. He wanted to paint the piece of fruit as he saw it, that is to say, as a conglomerate of different tonalities. Esteban Vicente’s painting, which is a work of formation, has also vocation of solidity, but there is noticed a poetical, lyric inclination, an almost transparent tonal gentleness that approximates him to Sunyer from a short time before.

At that time it was more than one year ago that he had already left the School of Fine Arts of San Fernando, where he had entered in 1921 to study sculpture. Another splendid painting from the same 1925 is the Retrato de su hermana Sagrario (Portrait of his sister Sagrario), magnificently elaborated, attending to the general volumetry of the figure, and with a wonderful bottle-green intonation that contrasts softly with the gray of the background. The sculptural, solid and monumental head offers a face of dreamy look that inevitably talks with that fallen hand, of thick fingers, which is another focus of visual attention. We have to remember Dalí, his Muchacha en la ventana (Girl in the window), from the same year, but to underline Vicente's alienation from the aesthetic surrealistic ideology, although in that time he cultivates intimate friends among the poets of the Generation of 27.

From the thirties, the Malaga exhibition shows several drawings and an oil painting. This one is from 1931. By that time Vicente had already lived for some time in Paris, where he left for the first time in 1929, after having held his first exhibition, the previous year, in the Ateneo (Cultural Centre) of Madrid, with Juan Bonafé. He met Picasso in Paris in his study of rue de La Boétie and he worked as theatrical designer. He spent great part of 1929, six months, in London. He is again in Paris, from 1930-31, thanks to a scholarship from the Junta de Ampliación de Estudios (Board of Enlargement of Studies), where he now meets Max Ernst. The painting which we were referring to, Paisaje con sombrilla roja (Scenery with red parasol), presents a delightful greenish intonation, which there makes highlight the black of one of the figures in the foreground, and, especially, the brief but intense stroke of red that shapes the parasol, a burning and vibrant touch of colour that animates by itself the whole composition. The arabesques where some hedges and plants seem to curve themselves on both sides of the way, might remind us of Dufy, whose work he surely  knew in Paris, although distant formal echoes from Van Gogh's work can be noticed, of course without the recurrent subjective load. Vicente is still feeling his way, defining his language.

From the drawings of the thirties present in the exhibition, the oldest one is an ink drawing where we can see part of a building with arcades, a group of palm trees and a few figures, emphasizing the hatching character of the forms and the balance between the full spaces and the empty ones, which mainly occupy the left area of the paper. Another drawing from 1933, with a figure of woman lying on the grass, is distinguished by the short and nervous lines of the pen on the paper shaping the figure. The watercolours with landscape motifs from those years are characterized by the transparencies, the density of elements and the use of green, brown and black, formal signs that integrate the gouaches and ink drawings with the same subject from 1938. In these studies of nature there is an attentive observation of the landscape, trying to synthesize and to take shape through a quick but at the same time elaborate drawing, the essential thing of that one. This realism and naturalism in the treatment of the forms of the landscape, which goes back to the School of Barbizon, sinks its roots in the French scenery of the middle of the 19th century, although these approaches are going to be transitory in Esteban Vicente’s poetic art.

By the time he makes the drawings of Martha's Vineyard, south of Falmouth, in Massachusetts, he has already lived in the United States for almost two years. He was in Madrid when the Spanish civil war broke out, but after a few months he embarks for North America. Thanks to Fernando de los Ríos, ambassador of the Government of the Republic in Washington, he finds a work in the Spanish consulate in Philadelphia, where he will remain up to the end of the conflict. In 1939 he returns to New York, where he had resided a time during the first semester of 1936, and in 1940 he adopts the American nationality. From 1941 there are some magnificent ink and charcoal drawings of feminine nudes, in which, either he inserts the volume of the figure in the space with an admirable rotundity and construction, or he sketches the figure with a few strokes and spots insinuating the forms of the body through a few essential lines. The latter drawing is of a freshness and spontaneity full of life.

The biographical details can be followed by the reader in the chronology included in the same catalogue. The ink and pencil drawing of a still life from 1944, means an important change with regard to what he had been doing until then. The forms have been simplified, rather, have been reduced to their geometric basic lines, staying the space of the room structured in fragmented areas, some white and others shaded, as if they had been watched from diverse angles or points of view. For a moment we perceive a clear influence from cubism, and in the sinuous curves of the table we notice Picasso’s influence. But this foray will be also ephemeral.

The definitive transformations take place towards 1950, just a short time after meeting and making friendship with some of the most representative figures of American expressionist painting, as De Kooning, Pollock, Kline, Barnett Newman, Rothko and the critics Harold Rosenberg and Thomas B. Hess. From that year there is an oil painting on paper completely abstract, gray, orange, yellow, green and black spots on a white background, provided with undoubted chromatic unit and balance, as if all of them danced or were suspended in a space which receives them preventing them to leave their place. There is already something here of the concept of painting all-over, that is to say, that one that extends beyond the edges of the canvas, eliminating partly the concept of spatial field, as Pollock will especially do. The general effect evokes distantly some compositions by Arshile Gorky, as The Betrothal II, from 1947, of the Whitney Museum, but in Vicente there is no sign of that pictorial automatism of Masson re-interpreted by the emotionally fragile Armenian painter.

After a brief period, towards 1956, which is not present in this exhibition, when geometric forms of vague outlines, squares and rectangles, intensely coloured in red, orange, black or yellow, stand out on a greyish background, they are works of a bright chromatism which, presently, seem to have inspired, or at least keep an unquestionable resemblance, with certain oils by the «strictly abstract» Sevillian painter Manuel Salinas, Esteban Vicente makes in 1958 some marvellous, dense, pasted compositions that are pure chromatic exercises, although colour seems to be adjusted, mixing the colours, blue, brown,  green and yellow ones, leaving record of the link with the European painting, for example with Serge Poliakoff. However, Esteban Vicente is more gestural, his stroke is more decisive, the spots are almost placed ones over the others; they are mutually invaded, producing a tonal harmony, a chromatic exquisite balance.

In spite of it, Esteban Vicente has his own view with regard to the great American painting. Let us consider Willem de Kooning and Jackson Pollock. De Kooning, one of the American abstract artists from the beginning, had emigrated from his native Holland in 1926. His heredity is that of the expressionism, the roughest and violent language of the avant-garde, whose indisputable pater in the modernity was his compatriot Van Gogh, that is to say, a subjectivist art, of romantic root, which exalts colour and translates the intimate feelings of the artist. Towards 1950-52 Willem de Kooning’s exasperated language is already fully defined, as it can be seen in his paintings of women, as Woman I, of the MoMA. The critic Thomas B. Hess, previously mentioned, friend of Esteban Vicente, writes the following thing on De Kooning in 1967 (I take the quotation from Edward Lucie-Smith, El arte hoy, Madrid, Cátedra, 1983, pgs. 72-74):  «For De Kooning it is essential to include everything, not to leave anything aside, although this means to work in a maelstrom of contradictions, and, since it has been suggested, a maelstrom of contradictions turns out to be his favorite atmosphere». That world of crude sexuality and of violent agitation was by no means that of Esteban Vicente, who would indeed share study in New York with De Kooning in 1950. Anyway, in his statements de Kooning did not clarify very much either the meaning that for him abstraction had, neither in 1950, in his conference Renaissance and order, where he comes to end up by affirming that nature is chaotic and that what the painter has to do is to begin putting himself in order, nor in the symposium held in the MoMA on February 5th, 1951, where he said not to understand the question: «what does abstract mean for me? » (Both texts are partially reproduced in Herschel B. Chipp, Teorías del arte contemporáneo (Theories of contemporary art), Madrid, Akal, 1995, pgs. 591-597).

Pollock’s main contributions on Esteban Vicente’s work, the concept of action painting and dripping, are not present either. Pollock represents, more than no other artist, probably the most dramatic aspect and with greater existential load of the whole American painting. His art is an art of crisis, a tortured search for an own language, which takes the automatic painting of surrealists, especially that of Masson, as one of his main references. Pollock himself, in a well-known and often mentioned text («My Painting», Possibilities I, New York, winter of 1947-48), reproduced fragmentarily in Chipp’s anthology, affirms that his painting «is not an easel one» and that he works «better on the floor […] since this way I can walk around it[ the work], work on the four sides, and, literally, be in the picture». It is also very interesting the narration made by the artist for the film Jackson Pollock, from 1951, by Hans Namuth and Paul Falkenberg, where, among other things, he says:  «I do not work with drawings or sketches in colour. My painting is direct […]. The method is that of the natural development of a need. I want to express my feelings before explaining them. The technique is not but a way to come to an affirmation. When painting, I have a general idea of what I am doing. I can control the rhythm of painting: it is not an accident, in the same way that there is neither a beginning nor an end » (Chipp, op. cit., pg. 582).

From 1967 Esteban Vicente’s pictorial work begins to acquire the clear plastic profiles that distinguish it in the American and Spanish scene. With an almost velvety use of color, the abstract compositions of his canvases appear to us as intensely decorative, but at the same time with a deep spirituality. Works from that year and from 1972 justify the mention by Rothkos, a key author of the New York School, as Dore Ashton pointed out in her classic study (La Escuela de Nueva York -The New York School-, Madrid, Cátedra, 1988), precisely for that mysterious religious or contemplative dimension which might be implied from his paintings. If we compare the spots of colour of those works with those of the oils from 1959, they have been enlarged, any gestural stroke disappears, the surface acquires a kind of subtle and very delicate fog, making the outlines of the forms even more vague, which are superposed or placed at a certain distance ones from the of others as in state of weightlessness, suspended in a diffuse, fully poetical space. The colouring is now wonderful, full of almost imperceptible shades, although affecting the concept of colour planes of color.

But let us return for a moment to Rothko. He is inevitably evoked by a splendid canvas from 1967, where as we contemplate it, each time with greater withdrawal and attention, it is as if some forms coming from the background, from very deep and hidden spaces, emerged, but almost in silence, without being hardly noticed, as a weak, dull light, which speaks to us about very distant, intimate, interior regions, because all this happens not in the exterior nature, but in the artist’s interior world, although, sometimes, Esteban Vicente, speaks about the sea, about the sky, about the nearby scenery.

Rothko was worried about the transcendental thing, or at least that seems to be implied from his text «The Romantics felt the need», published in Possibilities I in 1947 (Chipp, op. cit., pgs. 584-585). Rothko, of Latvian origin —was born in Dvinsk, at that time under Russian rule, in 1903-, brings also to the United States the European heredity, mainly Matisse. He is not interested any longer in the naturalistic dimension of impressionism, or in the pure optical sensation, or in the translation of colour in purely visual retinian terms. The calm serenity of Rothko’s paintings, where space, as Giulio Carlo Argan said, is «a space without people or things: it is not a theoretical, but empirical space which is perceived as an extensive and vibrant substance of colour and light» (El arte moderno -Modern art- Valencia, Fernando Torres, 1984, pg. 624), causes in fact the creation of an atmosphere, which affects the spectator’s soul. One of the keys to understand his art is what he said to Seldon Rodman. «I am interested in the relations among colours, nor forms, nor anything; I am only interested in expressing human elementary emotions … People who cry before my paintings have the same religious experience that I had when painting them. And if you, as you say, are only moved by the relations among colours, then you do not understand absolutely anything» (quoted by Anne Seymour, Beuys, Klein, Rothko. Profecía y transformación - Prophecy and transformation-, Caja de Pensiones Foundation, 1987, pg. 11).

I have mentioned before the "decorative" term. It is necessary to use it wisely. The most representative painting by Esteban Vicente can have, and there is nothing negative in it, agreeable and decorative effects, but, first of all, it is a painting that produces an intense emotion, which is directed essentially to the spirit. The oil Afternoon, from 1971, which does not come to Malaga, is resolved in turquoise, green, violet and blue, and the effect of calmness and depth that it causes is of a different order from the purely visual one; it seems to be a mental state. Even the sensation of depth is not spatial, but spiritual. Another extraordinary canvas, which is in the exhibition, is from the following year, a great composition of almost two meters long dominated by a dull red colour,  a reddish violet one that seems to catch the light. In Alison Series: Harmony, from 1976, the chromatic sobriety, only the background gray and the blue spots which float in the magma, does not prevent, but on the contrary, the sense of homage, the memory to Alison Peters, daughter of Harriet Godfrey Peters who was his wife from 1961. Some time later, between 1980 and 1983, some horizontal bands of colour appear, crossing the painting from an end to the other, like orange, dull violet strata, but keeping the same concept as in the previous canvases, identical technique in the application of the painting.

Harriet, from 1984, is an exceptional painting, of an intense and luminous beauty. In certain way it is a synthesis work, since on it the great chromatic areas that relate Vicente to Rothko blend with the horizontal bands of colour which we have just mentioned, and again there appear the delimited and isolated areas that we found in the fifties, but all that dealt with an exquisite softness, granting it a cottony aspect to the edges of the colour areas.

From the beginning of the eighties onwards, colour multiplies, it becomes more varied, whereas the areas or zones where the forms fragment the surface are interpenetrated, they flow, they are mutually invaded, at the same time that the defocusing is accentuated, as if everything were enlarged by a magnifying glass and we saw it from a very short distance. The essential tonalities of Esteban Vicente are maintained, although they are enriched with others that will end up turning these canvases into a real symphony of mauve, green, yellow, orange and blue. It would be practically impossible to opt for one or another of these canvases by a painter that from the seventies is considered a classic, as Valeriano Bozal affirms in his introductory text to the permanent collection of the Esteban Vicente Museum. His extraordinary knowledge of the history of painting, his assimilation of colour and light, his poetical sensibility in the disposition and treatment of forms, have been making Vicente a classic painter of the second half of last century, rising to heights to which very few people reach. It would be enough to confirm it any of the works that makes until his death in 2001, but I would like to attract attention on Solitude, from 1991, so mysteriously, with those four red spots highlighting over the green of the background, with that vague watery, misty ambience, finally, a pictorial space which truly creates an ambience, it predisposes to contemplation and meditation. Identical to the previous one, as for its spiritual nature, is Here, from 1993, with a very complete range in the low half, whereas in the top half only a small red form is necessary to brighten and animate the greyish immensity that exists behind it.

Traducción de JOSÉ MARÍA VALVERDE ZAMBRANA

 


 

Publicado originalmente en el catálogo de la exposición Esteban Vicente. Pinturas, dibujos y collages. 1925-1999, celebrada en las salas temporales

del Museo del Patrimonio Municipal de Málaga entre el 7 de julio y el 16 de septiembre de 2007.