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Secuencia ininterrumpida Pintura. Xavier. Sala de exposiciones de la Fundación Picasso. Málaga. Plaza de la Merced, 13 y 15. Hasta el 30 de septiembre de 2005. Rodeado por ambas ramas familiares de parientes artistas y marchands tan sobresalientes como Pablo Picasso, Daniel Henry Kahnweiler, Louise Leiris, Elie Lascaux o su propio padre, el también pintor Javier Vilató, Xavier Vilató Lascaux (Boulogne-Billancourt, Francia, 1958) es un autodidacta que desde los seis años ha visto despertar en él una vocación irrenunciable a la que le llevaba irremediablemente la diaria convivencia con ese ambiente y los objetos artísticos que le rodeaban, especialmente los de su padre y su tío abuelo Picasso, con cuya celebérrima Cabra, por poner un ejemplo ilustrativo, él jugaba ante la atenta mirada de su madre con absoluta naturalidad. Quizá sea también la influencia de esas poderosas personalidades la responsable de su compromiso con la pintura y la tradición de la modernidad, tarea en la que ha conseguido articular un lenguaje personal, fruto de una evolución autocrítica y continuada, en el que, además de destacar un formidable dominio del oficio de pintor y un conocimiento profundo de la historia de la pintura, especialmente de las etapas de la contemporaneidad, sorprende la capacidad de asimilación de estilos a menudo contrapuestos, que en él se integran y armonizan con una destilada y creciente sabiduría, de la que todavía, dada su edad, pueden esperarse importantes frutos. Los comienzos a mediados de los setenta se caracterizan por el grosor de la pincelada y la intensidad del color, heredero de los fauves. Unos años más tarde pinta una espléndida figura de mujer de formas picudas sobre un fondo amarillo, de una gran plasticidad, aunque por las mismas fechas realiza un paisaje urbano de indudable aire picassiano y un desnudo femenino estilizado en el que se condensa buena parte de la historia del desnudo contemporáneo. Los ochenta amanecen con una serie de paisajes de tonos verdosos y formas esquemáticas a modo de signos, pero ya en ese decenio deja constancia de su inclinación hacia el collage y el ensamblaje, según se manifiesta en sendos objetos de 1983 y 1984, Maceta y pequeño cuadro y Taburete delante de la ventana, donde la combinación de la madera, chapa, cartón, tela y óleo bordea la esculto-pintura y el deseo de hacer pintura en tres dimensiones. La segunda mitad de los ochenta es uno de los momentos cenitales de Xavier. Empieza con una magnífica cabeza femenina cuyos gruesos contornos y disposición formal evocan algunos cuadros de temática semejante de Van Gogh, es decir, de clara filiación postimpresionista más por la estructura que por el color; continúa con un tríptico en el que, junto a un emotivo homenaje a Ingres, sobresale una cabeza femenina muy picassiana en el dibujo, como esos retratos que Picasso pintó de su hijo Paul con pocos años, uno de los más hermosos propiedad del Museo de Málaga; y culmina con El gran cuarto de baño, un gran tríptico que quizá sea la obra más hermosa de toda la exposición, una pieza magistral en la que no se sabe si ponderar más su maravillosa técnica, la sutileza en la aplicación del pigmento, que representa con exquisita sensibilidad la carne sonrosada de las figuras, o bien se convierte en puro color local por ejemplo en los blancos y azules de las toallas, o celebrar en cambio su firme y contundente dibujo, soportado a su vez en unos sólidos, aunque gráciles, contornos, la intencionada planitud, que no es más que ausencia de perspectiva y recuerdo de la ley de la frontalidad de la pintura egipcia, la elaborada composición, la complejidad y, al mismo tiempo, naturalidad gestual, la armonía cromática y la amplia sensación de espacio. De los años noventa, hay colgados dos notables cuadros, Silencio de verano, donde los productos del campo y el paisaje mediterráneo acompañan la melancólica reflexión de una joven muchacha, y Pausa en el taller, una pieza de elaborada composición estructural. Los lienzos de ambiente nocturno y romántico, en los que las figuras están iluminadas por una pálida luz lunar, preceden a la etapa actual del pintor, en la que destacan dos enormes cuadros en los que resulta innegable la influencia del surrealismo y los personajes metafísicos de De Chirico, si bien en uno de ellos las gruesas pinceladas como en remolino vuelven a evocar el periodo parisino de Van Gogh. © Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 9 de septiembre de 2005
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